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El arte de pedirlo (2)

Con el amigo Quevedo no me fue nada bien, a pesar de...

8 de octubre de 2013 Por: Jotamario Arbeláez

Con el amigo Quevedo no me fue nada bien, a pesar de que hallé el comienzo de un soneto con un amago de petición onírica: “¡Ay, Floralba! Soñé que te. ¿Direlo? / Sí, pues que sueño fue: que te gozaba”. Casi no se atreve a expresarlo el pazguato, ¿por qué? Supongo que por el nombre de la agraciada, poco proclive a despertar la motivación. El maestro Fernando González, en ‘Viaje a pie’, trae un catálogo de prescripciones, entre ellas las de que “casi nunca que se propone se obtiene”, que “casi nunca que se comienza acariciando se falla” y que “toda mujer que se distrae, se entrega”. De modo que a distraerlas con la comida, la bebida y el baile, ya que no hay fórmulas infalibles con palabras preconcebidas. Cada uno tiene su estilo y es más importante encontrar el lugar que la fórmula. Se ha comprobado que no importan las palabras del seductor. Tan solo operarán cuando la dama esté predispuesta a ofrendarlo.Y allí viene el otro desembarre del ufano levantador. Cuando lanza su dardo apuntando al motel o al apartamento –al propio cuando es soltero o al del amigo si casado–, sea en la mesa del restaurante o en la pista de la excitante discoteca, en el auto de regreso de la represa o a la entrada del cineclub, ese dardo ha sido despuntado por la querida requerida y requete herida en lo más profundo de su delicia, porque en estas cosas del amor, cuando el hombre apenas va la mujer llegó.De lo que sí hay que abstenerse es de esos trucos en otros tiempos exitosos, como la queja de que la esposa no lo comprende, que se está en proceso de separación de cuerpos, pues aunque ello supondría un deterioro patrimonial del desasistido galán podría generar una desaforada ilusión en el prospecto de levante que le haría dilatar la entrega para vender a mejor precio la virtud y la mercancía, según teoría del virtuoso del violín y filósofo de recámara Armand de Holgazín. Ni de posar de experto en el sexo tántrico, en la alquimia sexual y en el culto del kundalini. Eso es jugar sobre seguro y haciendo trampas con las cartas de las disciplinas del espíritu. En ese caso ni necesidad habrá de pedirlo. Bastará con invitarla a un masaje y a refregarle un Sutra en la cama, y en menos de lo que canta un mantra se despojará de la bata. Y terminará por abrir hasta la cartera.Tampoco hay que acudir -porque sería darse por perdido y bandido- a las gotitas enervantes en el cuba libre ni a otros productos que doblen la voluntad antes que las piernas. A este respecto es de premio el aviso de Yury Lesnikov, publicado en la revista Pimienta, de una pomada infalible para que la mujer se entregara ipso facto. Bastaba con esparcirla suave sobre el epitelio del clítoris.Según el barón Alfred von Reicord, la mayor gracia de pedirlo debe apuntar a recibirlo una sola vez y que quede notificada la interesada. En lo intrascendental del acto radica su intensidad. Una cosa es pedirlo. Tan efímera como el polvo mismo. Muy otra cosa es una declaración de amor o un acoso de boda. El que lo pide y se lo dan de una, debe darse por bien servido, terminar el meneo y luego del ritual de un buen baño poner pies en polvorosa, si no quiere correr el riesgo de perder el ancla en esta última polvera. No pocas damas desinhibidas se resuelven a darlo para evitar que se lo sigan pidiendo. “Por qué lo hiciste, si no se te notaba mucho entusiasmo”, le pregunté a la chiquilla. “Para quitármelo de encima”, me contestó. El problema para los hombres viene después, cuando la gomina del polvo se vuelve engrudo. Más pesada aún que la mujer ligera es la mujer pegachenta. La de los arrumacos en los cócteles, la que te monta la pierna en el taxi, la que te mantiene lleno el buzón de correo con la repetición de la repetidera.

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