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El aguafiestas de María

De los colegios vinieron con sus cámaras a tomar en vivo mis declaraciones al respecto, como lo hicieron en los noticieros, con la diferencia de que mientras en estos últimos ‘otras Marías’ me aplicaron la guillotina

12 de julio de 2021 Por: Jotamario Arbeláez

Tendría 16 años cuando el profesor Varela, que era hincha mío, me detuvo en uno de los corredores del Santa Librada College y me dijo que me tenía un regalo. Sacó de una bolsa y me alargó una edición de María. Yo me sentí ofendido, mareado, menoscabado. Acababa de participar a ladrillazo limpio en la caída del dictador y me había tocado ser testigo presencial de un ajusticiamiento de ‘pájaros’, me peinaba como Elvis Presley, era el as del rock and roll en los bailaderos y por si fuera poco acababa de leer Madame Bovary, Moll Flanders y Fanny Hill.

“Profesor, no me regale güevonadas -le dije-, ¿no ve que he decidido ser un escritor de vanguardia?”. El profesor Varela enrojeció de pies a cabeza, un ribete de espuma floró a su boca, me miró como si fuera un cadáver de anfiteatro y me espetó estas palabras: “Arbeláez, en algún momento creí en usted. Tuve la sospecha de haberle inculcado una chispa de sensibilidad. Pero por la forma como se ha referido a la obra sublime de Isaacs, deduzco que usted siempre será un pelmazo. Estoy seguro de que con todas sus ínfulas modernistas nunca escribirá una línea que la supere”.

Mi mala suerte literaria obedece, pues, a la maldición de mi profesor de literatura. No he podido cuajar la página maestra que me coloque descollante entre clásicos, neoclásicos o anticlásicos. El profesor Varela murió con la sonrisa de satisfacción bajo sus narices de que no pude con la prosa. “El pobre se quedó en chistecitos”, fueron sus últimas palabras, según me contó el profesor de dibujo Luis Aragón Varela.

Así comenzaba el artículo impertinente que publiqué hace unos años con respecto a María, la de Jorge Isaacs -mal podría decirse “la de Efraín”, en vista de que nunca fue suya- ante lo cual recibí una inesperada y caudalosa manifestación de la mejor parte de la juventud estudiosa, tradicionalmente martirizada con la lectura impuesta del opúsculo trágico, que ni entusiasma los parámetros de su nueva sensibilidad afectiva ni cuadra con su arrebato.

De los colegios vinieron con sus cámaras a tomar en vivo mis declaraciones al respecto, como lo hicieron en los noticieros, con la diferencia de que mientras en estos últimos ‘otras Marías’ me aplicaron la guillotina, en los primero proyectaron sus tomas en las barbas del profesor.

Era mi tesis que una obra unánimemente aclamada por la Iglesia y la Academia, y por tanto por asiento de primera en el pénsum, tiene que ser una obra muy sospechosa. Y era mi sospecha que su mantenimiento en la primera fila del ranking del papel impreso obedece a una componenda del magisterio y demás cuidanderos de la moral con las voraces maquinarias editoriales. Se conmina a semejante lectura en el bachillerato, y automáticamente los jóvenes terminan por odiar la literatura, cuando no a las mujeres, por apocadas. Porque si uno toma en serio esta historia corre el riesgo de convertirse en un frustrado sexual.

Fue tan ponderado el supuesto humor de mi artículo, que hasta el gobernador del Valle quería que me presentara en el salón Jorge Isaacs, en la Feria Internacional del Libro en Bogotá, desbarrando de María, con otros calanchines quela defendieran. Pero las toallas higiénicas se lavan en casa, pienso yo, y no “a son de nada” ante un tan importante como respetable conglomerado de escritores y editores del mundo, que todavía piensan que es nuestro máximo volumen.

Referí guardarme para intervenir en el Festival Internacional de Arte de Cali, dedicado al romanticismo y, por consiguiente, a María, con una carta de amor esperando justificar la mala atmósfera que durante la vida había hecho al libro, diciendo que en nuestra ardiente juventud milleriana considerábamos que no valía la pena ningún libro que se pudiera leer con las manos quietas.

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