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Conejo en el jardín

No voy a seguir hablando de mi vida pasada -que es la...

8 de marzo de 2011 Por: Jotamario Arbeláez

No voy a seguir hablando de mi vida pasada -que es la de Cali-, para que no se piense que soy más nostálgico que un bolero. Ni de mi vida futura, que gracias a los nuevos dictámenes facultativos y el develamiento de quienes me venían amenazando, va para larga. Hablaré de mi conejito Playboy, una figura ya de culto en el barrio Chapinero Alto donde resido, y de mi vida presente, para hacer sufrir aún más a los insufribles. Fue adquirido bebé por cinco mil pesos, en una de las ventas de mascotas de la Avenida Caracas. Con su respectiva celda de alambre, provista de bebedero, con piso falso debajo de las rejas del fondo, donde una bandeja de lata recibe sus bolitas de estiércol. ¿Por qué no compré un gato, un perro, un mico, un loro, un pez en un acuario o una jaula con un canario? Porque creo que el conejo es el irracional que más va conmigo. Alegre y juguetón, astuto para burlar a sus enemigos, símbolo de inocencia y de sexualidad a la vez, o si no que lo diga Playboy. Lo han incorporado en sus fábulas Andersen y Perrault, y qué decir de Carroll, que con él inaugura su país de las maravillas. Es un animalejo feliz con su blancura y sus ojos rojos, enfrentado a una zanahoria gigante, a la que da mate durante la noche mientras permanece cautivo. No tiene preocupaciones. No teme que lo secuestren las Farc, ni que lo moto-asierren los ‘paras’. No tiene novia qué montar así no le falten las ganas, personalidad qué impostar ni cuentas qué hacer ni rendir; debe intuir que si se muere, de la tos que le aqueja, irá al paraíso de los conejos.Madrugo muy juicioso al estudio, a liberarlo de su jaula rodeada de libros y lo tiro al jardín a que se desentuma y hoce la hierba. Mi jardín es limítrofe con el jardín del vecino. Un domingo encontré que la hierba y las partes peladas debajo del árbol estaban tupidas de diminutas flores blancas esteliformes. Flores que no tenían asidero en la tierra, como comprobé levantando algunas. En tal alucinación vi a una niña preciosa, como debió ver Lewis Carroll a Alicia Liddel. Había puesto a asolear a su par de pequeñas tortugas y le coqueteaba a Playboy. Me acerqué paso a paso como Humbert Humbert hacia el asiento de Lolita. Echaron a correr conejo y tortugas y me quedé con la niña, la hija de la vecina, de nombre Anamaría, según leí en su pulsera. “Muy bello su conejito”, me saludó. Más bello debe ser el suyo, pensé, pero le contesté, para impresionarla: “También muy bellos tus quelonios”. Me miró como si estuviera en la luna. Adivinándole el pensamiento le conté que, según la cuentística japonesa, los conejos tienen procedencia selénica. Que por eso sobre la capa del satélite se ven esas manchas oscuras que semejan un conejo en puntillas asaltando una mantequera. Nos hicimos amigos y le presté una revista de Heffner, donde me publicaron un cuento. Éste. Anamaría en el jardín de mis maravillas. Eso sí, me bajó de mi éxtasis de flores estrelladas, diciéndome, con una sonrisita burlesca, que eran las del árbol de saúco que se caían. Desde entonces amo más a Playboy, aunque perdió la carrera con las tortugas, que llegaron primero a llevarse a la niña soñada debajo del árbol. Según los fabulistas nipones, este ejemplar de los lepóridos -como todos sus familiares-, ve al hombre como una figura remota y maligna. Enseñaré a mi mascota a que sea más indulgente conmigo. Me lo echo bajo el brazo y me sumerjo con él en la biblioteca, a seguir leyendo el libro de 1.663 páginas de Bioy Casares acerca de Borges. Al abrir, encontramos este ‘letrero’, de autor anónimo, del que Jorge Luis se reía: “Mucho a las penas no atiendo / y en todo imito al conejo / que vive alegre y cogiendo / hasta morirse de viejo.”.

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