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Coco contra coco

El último copy que hice en el emporio publicitario donde trabajé hasta...

31 de agosto de 2010 Por: Jotamario Arbeláez

El último copy que hice en el emporio publicitario donde trabajé hasta hace 16 años fue para uno de sus dueños, Rodrigo Arango, quien llegó a mi escritorio a decirme que ya tenía yate, fondeado en Cartagena de Indias, y quería que se lo bautizara, pero no con un nombre sofisticado como ‘Parolus’, ‘Fortuny’, ‘Octopus’ o ‘Cristina’, sino más bien amoroso, juguetón y populachero, algo así como ‘Quiéreme mucho’ o ‘Vente conmigo’, tal como habían marcado sobre el flanco de los suyos sus colegas rivales. No tuve que pensarlo dos veces y se lo entregué en un papelito: ‘Ya te tengo’. El hombre no cabía de la plenitud. No sé cuántos cruceros le dio al Caribe saboreando el champán de la vida, dedicándole el nombre de la efímera nave a sus conquistadas fugaces. Pero a este rey de la dicha se la ganó de mano la que desdicha, la que pone el punto final cuando la frase no acaba, y al poco tiempo al capitán se le acabó el vapor y hoy descansan ambos en sendas radas.El año pasado, para salir de estas vacaciones forzadas que disfruto en mi biblioteca privada leyendo y escribiendo como si el mundo no ofreciera placeres mayores, tales como libar, yantar, morfar y ligar, acompañé con un costal de libros a mi esposa y mis jóvenes hijos a un hostal de yoguis ex hippies cerca del Parque Tayrona. Desde la media altura yo miraba el verde del mar esperanzado de ver surcar el ‘Ya te tengo’, tal vez ahora con parejas de alquiler, y de subirme a él para sentirme un jeque que no se queje, y gozar de los placeres mundanos en un yate a salvo de asanas. Pero transigí por una hamaca entre limoneros, donde me apliqué a la lectura de las Confesiones inconfesables de Aristóteles Onassis, mientras contemplaba a mi gentil desposada dorándose al sol bajo una elevada palma de coco. Qué sería de mi vida celeste sin esta estrella, pensaba, que con tanto amor cuida de mis finanzas y me lava las medias, me espanta los fantasmas, me regula el kundalini, me conduce el Mercedes y con un lápiz rojo tacha los párrafos donde me paso de listo. A lo mejor todo esto es la perfecta asimilación de las enseñanzas del swami, que por esa mala costumbre de los celosos occidentales despierta mi desconfianza. El magnate de Esmirna estaba en lo fino sobre la cubierta de María Callas y ya lo irremediable iba a suceder entre Escila y Caribdis en el Mediterráneo picado, cuando vi que mi amada leve levantaba de la arena la cabecita, y se sentaba a recoger de encima del libro de Indra Devi que le regaló Piero, el tubo de bronceador para repasar el interior de sus fragantes muslos. En ese preciso instante, desplomado de la ramazón de la palma, cayó sobre la huella que en la arena había marcado su cráneo, un coco considerable que acabó de ahondarla. Quedé, como dicen las señoras, patidifuso. Un milagro de quién sabe qué procedencia había salvado a mi sacerdotisa de un accidente grotesco. Se puso de pie con los ojos sonrientes y se dirigió al cuarto caminando sobre las aguas. Como venganza natural trepané el coco con un machete y me serví un coco-loco.No tuvo la misma suerte, como veo hoy en el periódico, José Avelino Ramírez, de Melgar, Tolima, quien acostumbraba sentarse todas las tardes en una mecedora al pie de su casa, bajo la palma que amaba, que sin intención de matar le dejó caer sobre la testa un pesado coco, que al reventarle el cráneo se lo llevó viendo estrellas. Lo que es yo, ni multado vuelvo a incursionar por debajo de un cocotero; antes bien, voy a tomar en serio los ministerios del yoga, y a colocarme bajo la protección de esta disciplina que mantiene vivos a los fakires sin pasar bocado, y les permite disfrutar de sus camas de clavos.

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