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Te amamos tanto, Esther

Una de las manifestaciones de la velocidad del tiempo es la muerte...

20 de junio de 2013 Por: Jorge Restrepo Potes

Una de las manifestaciones de la velocidad del tiempo es la muerte de las estrellas del cine de ambos sexos, personajes que en nuestra juventud teníamos como exponentes de la belleza, con cuerpos y rostros perfectos. Los actores cautivaban a las chicas y las actrices volvían locos a los muchachos, que por ellas empezamos a entender que las féminas son la sal de la Tierra.Cuando un tipo era buen mozo, las amigas de Tuluá decían que era un ‘tairon’, comparándolo con Tyrone Power, el apuesto protagonista de Sangre y Arena y El Cisne Negro, que le valieron en Estados Unidos el título de ‘The matinee idol’. Y al lado de Power estaban Clark Gable, Errol Flynn y James Stewart, que representaban la gallardía, el coraje, la elegancia, que solo el celuloide podía magnificar.La primera vez que pisé suelo bogotano, una prima de mi padre, Luz Restrepo, en cuya casa me alojé con mis 10 años a cuestas, me dijo que en el Teatro San Jorge proyectaban una película que estaba causando furor en el mundo pues era el más deslumbrante musical de Metro Goldwin Mayer. El San Jorge, hoy en zona negra de la capital, y ya cerradas sus puertas, era una preciosa sala de cine, con telón que se levantaba como en cámara lenta. Y allí, al apagarse las luces, apareció nuestro compatriota el barítono Carlos Julio Ramírez, contratado al efecto por Red Skelton para cantarle ‘Muñequita linda’ a una mujer con figura de diosa que subió al trampolín y se lanzó a la piscina con bañador rosado de una sola pieza y con la música de fondo ejecutada por la orquesta de Xavier Cugat. Esa ‘Sirena de América’, como la bautizó Gable, era Esther Williams, de 22 años, que había sido descubierta por los dueños de la productora cinematográfica en un espectáculo acuático que montó con Johnny Weissmüller, el inolvidable Tarzán.No recuerdo, en tantos años de ver películas, haber quedado tan extasiado como lo estuve con la visión de este ser que parecía surgido de un mundo celestial y no del prosaico de la realidad circundante.Regresé a Tuluá, y conté a los miembros de la ‘barra’ lo que había visto, y cuando don Pepe Ángel, propietario del Teatro Boyacá, trajo la película ‘Escuela de sirenas’ y todos pudimos escuchar a Carlos Julio y ver a la bella hija de Neptuno, creamos el club de admiradores de Esther Williams, al que sólo le faltó reconocimiento de personería jurídica. Competíamos por ver cuál conseguía más fotos de la estrella. Yo ganaba pues a mi casa llegaban las revistas extranjeras a las que mi padre estaba suscrito, y en todas salían las anheladas gráficas. Recortaba las fotos y las pegaba en los grandes cuadernos de dibujo que se usaban entonces en la escuela. Llené dos, que ahí están, en la zona de reserva de mis más queridos recuerdos.Mi nieta María Antonia, de 8 años, cada vez que pisa el apartamento de los abuelos me pide que ponga el DVD de ‘Muñequita linda’, y yo, feliz, me siento con ella a ver la película, de la que ya sé de memoria los diálogos. El 6 de junio, curiosamente, volvimos a sentarnos frente al televisor con idéntico propósito, y cuando le dije que Esther Williams aún vivía con 92 años, la niña sentenció: “Abuelo, entonces ya está chuchumeca”.La lapidaria frase me hizo ver la realidad de la vida, pues ese preciso día llegó la noticia de la muerte en Los Ángeles de la bella nadadora. Solo puedo decir, en homenaje a su memoria: te amamos tanto, Esther.

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