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Fiesta de la Raza

El lunes próximo se cumplen 528 años desde aquel 12 de octubre cuando Cristóbal Colón, creyendo haber llegado a la India, arrimó sus tres carabelas a una pequeña isla del Caribe.

7 de octubre de 2020 Por: Vicky Perea García

La Fiesta de la Raza, ¿de qué raza?,
me pregunto mirando al orador
que tiene chata nariz, anémica coraza,
y un brochazo africano en el color.

La Madre España nos legó el idioma
y la riqueza inmaterial de un Dios,
¿debemos gratitud?, valiente poma,
¿acaso es mudo el indio  y no se asoma
el mismo Dios cuando se asoma el sol?

Delito sin razón, traidor ultraje
negar dialectos y ocultar el sol
los choznos de indiecita coreguaje
que se tendió por ver vulgar tatuaje
en el pecho ladrón de un español.


Echo mano de este poemita porque el lunes próximo se cumplen 528 años desde aquel 12 de octubre cuando Cristóbal Colón, creyendo haber llegado a la India, arrimó sus tres carabelas a una pequeña isla del Caribe. En ninguno de sus viajes embarcó mujeres, solo unos desocupados españoles que se atrevieron a unirse a “la aventura más audaz de la humanidad”, como la califica don Salvador de Madariaga en su magnífica biografía del Almirante de la Mar Océana, que fue el título que al genovés dieron los Reyes Católicos, patrocinadores de la empresa.

Años después llegaron los que en la historia se denominan conquistadores, unos sujetos de baja estofa y mala catadura que reclutaron una sarta de bandidos extraídos de las mazmorras reales para iniciar la toma de las tierras americanas de la Corona.

Allí empezaron las masacres, u homicidios colectivos, como ahora les dice el Gobierno uribista. Como tampoco pusieron mujeres en los veleros, los perversos galeotes se dedicaron a violar a las nativas, contagiándolas de enfermedades venéreas surtidas, que se fueron transmitiendo exponencialmente.

Y con ellos vinieron los frailes, que con la Cruz en la diestra y apoyados por las espadas toledanas de los dirigentes de la expedición, obligaron a los indígenas a hablar una lengua que no era la suya y a adorar a un Dios ajeno a sus tradiciones religiosas.

Caribes, chibchas, pijaos, tolúes, todas las tribus fueron sojuzgadas, sus ídolos destrozados y sus costumbres abatidas.

Sebastián de Belalcázar, Gonzalo Jiménez de Quezada, Jorge Robledo, aquí, al igual que Hernán Cortés en México y Francisco Pizarro en Perú, cometieron todos los crímenes imaginables, y con engaños se hicieron con las riquezas de los aborígenes, que eran embarcadas en el Callao y Cartagena para engrosar las arcas de la metrópoli, a través de la Casa de Contratación de Sevilla.

Con todo y eso, yo me siento orgulloso de tener la gota de sangre española que trajeron don Alonso López de Restrepo y doña María Fernández, cónyuges, vecinos de la Ría de San Esteban de Piantón y Paradmos, jurisdicción de la Villa de Castropol en Asturias de Oviedo, de donde sale mi familia paterna. Restrepo era el domicilio. El López se conservó hasta mi bisabuelo Juan Jacobo.

La religión católica, de la que soy practicante, y el idioma español que me ha permitido leer a Cervantes, extasiarme con los sonetos de Quevedo y deleitarme con García Márquez, son suficientes para sentir que mucho les debo a los hombres que mandó la reina Isabel a estas tierras.

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