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El olvido

Aún sin la presencia de la tenebrosa enfermedad de la memoria, con...

20 de enero de 2011 Por: Jorge Restrepo Potes

Aún sin la presencia de la tenebrosa enfermedad de la memoria, con el paso de los años el olvido avanza como una división blindada alemana al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, invadiendo los territorios del alma. Va cubriendo, con sigilo de pantera, hechos que en su momento consideramos inolvidables, palabras, nombres, rostros de amigos, y, lo peor, de seres amados en un lejano día de la vida, que nos hace repetir el verso de Juan Ramón Jiménez: “¿Cómo era, Dios mío, cómo era?”.Pero no hay manera de que esa imagen vuelva a la mente porque el imperio del olvido se torna despótico y cruel al mismo tiempo.Aquél antiguo amor que “ni se olvida ni se deja”, como dice la letra del bolero famoso, y cuya gracia aromó una etapa de la vida y cuya llama iluminó el espíritu, ya no sabemos cómo fue, ni que hizo para convertirse en atracción cautivadora en el fondo del corazón.Apenas, entre las neblinas, alcanzamos a ver un rostro de mujer, las borrosas letras de un nombre, y, de pronto, el acento triste de unas frases que escuchamos, “muy quedo al oído” –sigo con otro bolero-, con las cuales quiso expresarse “aquel viejo amor” –otro bolero–.Aquella pasión dilacerante de la cual juramos que sería inacabable mientras estuviéramos vivos y también “allá en la eternidad”, para no dejar el tango por fuera, porque contra ella no prevalecería ni la muerte, también desapareció en el olvido. De su bella forma no quedaron sino briznas del recuerdo, una memoria caótica y oscura.Pero ese olvido que nos llega no trae amargura, ni desasosiego, pues es un olvido sereno que cubre esa comarca del pasado. Como un vigía de proa que con el catalejo otea el horizonte, miramos la inmensidad del ayer sin que surja una concreta imagen pues todo se ha desvanecido.Por fortuna, la gran capacidad de olvido defiende a la vida de las torturas del recuerdo. Por eso no es buena la memorización de los muertos, ni la permanente peregrinación a las tumbas, porque el dolor se renueva con el recuerdo pues la pena se extingue mucho antes de que desaparezca ese mismo recuerdo.Lo sé por propia experiencia, con mi hijo mayor muerto en plena juventud. Un día cualquiera me di cuenta de que podía pensar en Fernando sin unir a ese pensamiento un átomo de dolor. Y ahora pienso en él con alegría, lo recuerdo, hermoso y varonil, con júbilo. Inclusive me acuerdo que mi corazón lo adoró y que mis ojos lo lloraron. Pero hoy, ese recuerdo grato no suscita el líquido salobre de la amargura.Así que el olvido es –debe ser– una ley fundamental de la existencia para que las penas que consideramos insoportables se cambien en tolerables y perecederas. Y que el odio y la envidia que pudieron conturbarnos se transformen en indiferencia y podamos recitar a Jorge Manrique: ¿Qué fue de tanto dolor, de tanto amor, de tanta inquietud en que se perdieron tantas horas de nuestra vida?; ¿qué se hicieron, qué queda de esos episodios?Naturalmente, el olvido no actúa sino sobre la comarca del pasado. Por eso el poeta Tennyson exclamó: “! Oh la muerte en la vida, oh los días que fueron ¡”. La muerte en la vida: he ahí la mejor definición del olvido. La vida, sin la complicidad del olvido, sería insoportable. La mejor garantía contra el dolor está en la milagrosa condición del ser humano para olvidar.

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