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Directo al abismo

La persona más importante que conocí en mi juventud fue Absalón Fernández de Soto, tío de mi madre por ser hermano de mi abuela Evangelina.

7 de septiembre de 2017 Por: Jorge Restrepo Potes

La persona más importante que conocí en mi juventud fue Absalón Fernández de Soto, tío de mi madre por ser hermano de mi abuela Evangelina. Todos en la familia lo queríamos, respetábamos y admirábamos, y yo mucho más cuando con el correr del tiempo supe que se había recibido de abogado en el Externado de Colombia, la amada universidad que me dio el mismo título. Existía un aprecio recíproco entre él y mi padre, fue conmigo particularmente afectuoso y obtuve de él invaluables consejos.

Concejal de Tuluá; diputado a la Asamblea y Gobernador del Valle en tres ocasiones; ministro de Gobierno y de Educación; procurador general de la Nación; embajador en Italia, Bélgica, Costa Rica y Argentina; y magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Solamente le faltó acceder a la Presidencia de la República por el Partido Liberal, que lo tuvo siempre como uno de sus conspicuos miembros.

Alguna vez le pregunté cuál de esos cargos le llenaba de mayor satisfacción y sin vacilar respondió que el haber sido magistrado era su mejor presea porque, me dijo, un hombre con el poder de administrar justicia es bendecido por Dios y porque además, esa justicia se administra en nombre de la República, que es la representación política de la patria.

Cuando Colombia era país decente, los abogados que alcanzaban las elevadas dignidades en la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado que eran los mayores tribunales colegiados antes de la aparición de la Corte Constitucional y del Consejo Superior de la Judicatura, fueron auténticos juristas, que honraban el juramento prestado al recibir sus diplomas en las facultades en donde cursaron estudios.

Vuelve uno lo ojos atrás, y allí aparecen al pie de la estatua ciega de la Justicia con la balanza en la diestra y la espada en la siniestra, personajes de la talla -para citar únicamente a quienes fueron mis profesores en el Externado- de Darío Echandía, Antonio Rocha, Hernán Salamanca, José J. Gómez, Ricardo y Fernando Hinestrosa, Alberto Zuleta, Agustín Gómez Prada, Gustavo Fajardo Pinzón, todos paradigmas de lo que debe ser un oficiante de la aplicación de la ley en una determinada sociedad.

Ante esta avalancha de corrupción que está echando por tierra los principios básicos de una nación civilizada, porque de qué civilización puede hablarse cuando dos sujetos que ocuparon la presidencia de la Corte Suprema de Justicia –“presuntamente”, como ahora se dice para evitar denuncia por calumnia-, fueron capaces de negociar las sentencias de casos que pasaron por sus manos. Que esos dos individuos hayan ofrecido sus servicios judiciales para que otros sujetos despreciables recibieran fallos absolutorios es algo que yo, que he visto tanto en tantos años, no creí ver jamás.

Pero lo triste es que es cierto, y que no solamente en Bogotá, sino también en Villavicencio, en Cúcuta y en otros lugares, magistrados de tribunales regionales alargaron las manos para que los delincuentes entregaran el billete.

Esa atrocidad no se arregla convocando una Constituyente. Se arregla con una efectiva sanción penal como la que busca el Fiscal General y con el advenimiento de una nueva generación de rectos principios, ajena a la vía del atajo y del todo vale. Si la conducta perversa que se ha enquistado en las tres ramas del poder público no es arrojada a las tinieblas exteriores, Colombia irá directo al abismo, de donde no saldrá en lo que resta del Siglo XXI.

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