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Como monja de clausura

Don José Zorrilla y Moral fue -qué duda cabe- el dramaturgo español más amado por sus compatriotas en el Siglo XIX.

24 de junio de 2020 Por: Jorge Restrepo Potes

Don José Zorrilla y Moral fue -qué duda cabe- el dramaturgo español más amado por sus compatriotas en el Siglo XIX, que tuvo la satisfacción de que sus magníficas piezas teatrales fueran éxitos de taquilla en España y en Hispanoamérica. Desde luego, la más famosa, Don Juan Tenorio, era puesta en escena por las más prestigiosas compañías. La vi por primera vez en el Teatro Colón de Bogotá con actuación excelente de Carlos Lemos, que me llevó a aprender de memoria muchos pasajes del drama, que aún recito en solitario: “Doña Inés del alma mía,/ luz de donde el sol la toma,/ hermosísima paloma privada de libertad”.

En esa obra cumbre del teatro español descubrí que existe una orden religiosa femenina, cuyas siervas de Cristo se enclaustran de por vida en un convento, tal como don Gonzalo de Ulloa lo dispuso para su hija Inés, con el fin de librarla de los brazos de un mujeriego impenitente como era Don Juan Tenorio, que la esperaba por las noches al pie de la ‘celosía’, con la esperanza de sacarla del encierro.

En el Tuluá de mi juventud había un convento de similares características: el de las Reverendas Madres Concepcionistas, en la esquina de la Carrera 27 con la Calle 29. Esas encuarteladas producían las hostias que los curas daban a los fieles en la iglesia de San Bartolomé y en las capillas del pueblo. Regalaban los recortes, los que les sobraban de las circunferencias que contendrían el cuerpo de Cristo. Yo, inquieto, me acercaba al torno a recibir esos recortes, no para ingerirlos sino para lograr ver a una de las encerradas. Oprimía el timbre, el torno giraba y los recortes aparecían. Ninguna monja se veía ni se escuchaba, para yo sentirme el burlador de Sevilla al pie de la celosía.

En esta larga cuarentena, me he sentido como aquellas monjas de clausura que jamás pude ver, y que sólo salían del convento cuando Dios las llamaba a calificar servicios, pero si soy sincero confieso que he recibido grandes beneficios de la encerrona. He leído libros que tenía en lista de espera; he visto en Netflix series extraordinarias como Imperio Romano, Versalles y Marco Polo; y he hecho amistad con vecinos de apartamento con quienes sólo nos dábamos un frío saludo de ascensor -hola, hola-, y con los que hemos formado un grupo en el que nos sentimos camaradas de muchos años, cuando en realidad hasta hace tres meses éramos totalmente extraños. Somos cuatro los que nos reunimos casi todos los días, como compromiso sagrado, y echamos carreta, política incluida, respetando las ideas de cada uno.

Entonces, me siento mejor en esta clausura de la que presumiblemente padecía Doña Inés, que pudo fugarse con la complicidad de Brígida, su ama, para caer en brazos de su amado, quien cuando su rival don Luis Mejía le preguntó cuántos días empleaba en cada mujer que amaba, respondió: “uno para enamorarlas,/ otro para conseguirlas,/ otro para abandonarlas,/ dos para sustituirlas/ y una hora para olvidarlas”.

Pero, aquí entre nos, como dicen los chismosos tulueños, espero que el Gobierno revoque la orden de encierro hasta el 31 de agosto para los mayores de 70, y podamos reiniciar una vida más o menos normal, porque normal del todo jamás volverá a ser.

A propósito, es insólita la falta de humor de algunos colombianos. Rudolf Hommes juguetonamente propuso crear un movimiento político de mayores de 70 para protestar contra la medida oficial del encierro. Un sujeto montó en las redes un texto insultante contra el exministro de Hacienda, acusándolo de todas las desgracias nacionales. Increíble.

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