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Álvaro Tobón

Cali es la única plaza de toros que sostiene ‘el entable’ todo el año, con el dinero resultante de la temporada decembrina, que vuelve este año para satisfacción de los aficionados.

7 de abril de 2021 Por: Jorge Restrepo Potes

En el ejercicio de la abogacía me correspondió intervenir en recios procesos judiciales, especialmente en los que aparecían como actores y demandados miembros de una misma familia. Personas que hasta la víspera del fallecimiento del creador del patrimonio se amaban sin límites, al llegar la apertura de la sucesión se convertían en enemigos enconados, cual Montescos y Capuletos en la más conocida tragedia de Shakespeare; y la viuda dejaba de ser la tierna Ofelia para reencarnar a Lady Macbeth.

Pero nunca vi un pleito que despertara tanto odio ni tanta animosidad que aquel que tuvo por escenario nuestra bella Plaza de Toros de Cañaveralejo. Hagamos memoria.

Siendo Marino Renjifo gobernador del Valle, departamento con acciones en la persona jurídica Plaza de Toros de Cali S.A., propuso y fue aceptada la creación de la Fundación Plaza de Toros de Cali, como entidad sin ánimo de lucro, a la que le correspondía realizar los eventos taurinos, en virtud de contrato de arrendamiento de ésta con la propietaria del coso, oficinas y terrenos aledaños. En ese contrato se establecía el canon mensual, el cual se incrementaba con todos los gastos en que incurriera la arrendadora, y ahí empezó el conflicto porque la arrendataria debía de sufragar hasta los honorarios de los abogados que incoarán demandas en su contra propuestas por la anónima.

Comenzaron las desavenencias, y en medio de ellas fui elegido miembro de la junta directiva de la Fundación, que tenía que afrontar un día sí y otro también demandas de lanzamiento, que nunca perdió, y luego de veinte años de esa guerra insensata se firmó el armisticio: se terminó el contrato y se liquidó la Fundación. Todos perdieron.

En ese crispado ambiente, tres años antes del acuerdo de paz, Álvaro Tobón Castaño llegó a la gerencia de la Fundación, y de allí surgió mi amistad con ese hombre excepcional. Nunca perdió la paciencia ni la compostura en las dificultades financieras que le tocó afrontar pues la caja se resentía por el declive de la afición, que se reflejaba en el precario aforo del albero. Cali es la única plaza de toros que sostiene ‘el entable’ todo el año, con el dinero resultante de la temporada decembrina, que vuelve este año para satisfacción de los aficionados.

Solía visitar a Álvaro en su oficina, y al cierre vespertino íbamos a cualquier sitio a intercambiar opiniones. Tengo la certeza de que era conservador pero nunca he visto a alguien con ideas tan liberales como las que tenía este camarada que acaba de morir, víctima del virus que azota la humanidad.

Tenía mente abierta a las opiniones contrarias, y un alto sentido de los valores democráticos. Lector apasionado, paseaba por la literatura universal con gran dominio. Sabía de cine, de pintura, de música. Como me dijo una bella amiga suya, era un ser encantador.

Y de veras que lo era. Con esa estampa de apuesto caballero, con esa permanente sonrisa en los labios, una charla con Álvaro era para el contertulio un espacio de alegría plena.

Amigo en la total dimensión del término, fue para mí consejero insuperable pues tenía visión optimista de la vida, que no menguó ni con el deterioro de la salud que lo aquejó en los últimos tiempos.

Me duele mucho su partida. A su esposa, la gentil Teresita Fajardo, le puse un mensaje con las palabras de John Huston en el funeral de Humphrey Bogart en 1957: “No lloremos por él, lloremos por nosotros que lo hemos perdido”.

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