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Ser raro

En algunas calles hay un insulto peor que un madrazo. Y en...

30 de septiembre de 2013 Por: Jorge E. Rojas

En algunas calles hay un insulto peor que un madrazo. Y en esas calles, ese insulto, es una suerte de peste: allá es preferible ser un pendejo que ser un raro. Porque la “güevonada”, me explicaron, se quita con un susto. La rareza, con un balazo.En el Distrito de Aguablanca, ciudad adentro de la ciudad donde viven 800.000 personas, la violencia tuerce el diccionario. Allá, donde los niños son chingas, donde lo grave es grogui, donde la agilidad convierte hombres en gatos, donde las pistolas son tubos, donde los cuchillos son latas, donde los policías son gorilas, donde el hambre es gurbia y donde el que está muerto se fue de cabeza, hay palabras que matan. Algunas, lentamente. Como raro, que es una peste. La cura, para decirlo en términos iguales, es un pepazo.Los raros son chicos, sobre todo. Chicos que no caen. Chicos que se resisten. Chicos que dicen que no: a la pandilla, al parche, al atajo. Ser raro en medio de la violencia es dar a entender que hay otro camino posible. Uno más largo, seguro, pero con un final distinto al de la sangre. Entre la normalidad de la muerte, la rareza es una extrañeza que incomoda, que talla, que asusta a los que viven de trazar límites imaginarios en las calles, conformando eso que los violentólogos han bautizado como fronteras invisibles.Las fronteras invisibles demarcan el territorio donde cada pandilla funda su patria, colonias de los narcotraficantes que se siguen alimentando de los chicos con hambre. En Cali, mal contadas, hay 137 pandillas. Cada año, dicen los violentólogos, nacen seis más. Si se enumeran todos los muchachos agrupados en ellas, superarían los dos mil. Si se piensan como ejército, serían casi la tercera parte de los soldados hambrientos que en la selva tienen los narcotraficantes de las Farc. Tal vez muchos no lo recuerden, no al menos de este lado de la ciudad: en las 33 primeras semanas del año, la guerra entre esas pandillas dejó 218 muertos en las calles; 64, eran menores de edad.En El Vergel, uno de los barrios con mayor concentración de pandillas (16) hay un raro que ya cumplió 38 años. Se llama José Edwin Quintero, pero todos le dicen Cusi. Cusi, un pandillero retirado hace ya mucho, un día decidió convertirse en raro cuando se dio cuenta que dos de sus hijos, prisioneros de combos, encerrados en fronteras que nadie ve, gatos con gurbia y tubos en el cinto, tenían la muerte como único destino. Así que sin ayuda de nadie, ni de alcaldes, ni de concejales que en tiempos de elecciones se toman fotos a su lado, decidió montar un restaurante comunitario afuera de su casa para mitigar al menos de uno de los problemas que empujan a chicos como sus hijos a las pandillas: el hambre.Cusi, pues, todos los días, en un triciclo sin llantas, va hasta la galería de Santa Elena y compra lo que puede para luego preparar sopas, fríjoles, arroz, casi nunca carne, para cualquiera que tenga mil quinientos pesos en el bolsillo. Muchas veces para quienes tengan menos. Más de un día, para los que no tienen nada. El restaurante es un toldo bajo un árbol que cubre una mesa de madera. El restaurante es un fogón de leña en el andén y platos y vasos astillados y cubiertos incompletos. El restaurante es una rareza que, cree, Cusi, puede ayudar a romper esas fronteras invisibles que los violentólogos no han podido conjurar. El restaurante, es todos los días un milagro que le alivia el dolor de panza a 100 niños, mujeres, ancianos. El restaurante, que funciona desde hace tres años, es, por supuesto, invisible al otro lado de la ciudad. Raro, hubiera sido lo contrario.