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Pánico

En la patria boba que tantas veces pierde los márgenes, ahora pánico puede ser cualquier cosa, parece, unos trinos, por ejemplo. O una opinión personal.

4 de diciembre de 2018 Por: Jorge E. Rojas

En la patria boba que tantas veces pierde los márgenes, ahora pánico puede ser cualquier cosa, parece, unos trinos, por ejemplo. O una opinión personal. Aunque la idea -se supone- era no parecernos a Venezuela, tiene mucho tufo a dictador maduro todo esto del superintendente financiero prometiendo denuncias penales a los tuiteros, “que promuevan mensajes con información falsa contra las entidades del sector, por el delito de pánico económico”. ¡AVALgáme Dios, las cosas que hay que oír! Parece una acusación del Kiko del Chavo del 8: los voy a acusar a todos por no querer usar los bancos de mi papá.

En la conjugación más infantil, antes, mucho antes, el pánico venía en acepciones diferentes y casi siempre mejor empleadas: por ejemplo, quedaba muy bien usado al ir en un bus con la mamá y, a la hora de bajarse, ver el bus arrancar con ella adentro. Eso sí daba pánico. O quedarse dormido en la ruta del colegio y que a uno le robaran la lonchera. A mi amigo Gerardo Quintero le daba pánico quedarse sin plata en el recreo para comer sandy con acema. O perderse. Porque de niño, el hombre se perdió tres veces en La 14 del centro. En los años del viejo ‘Yerard’, el pánico era que la abuela lo pillara jugando fútbol con los Panám, o que la tía -dice- le preguntara por la devuelta después de un mandado.

Pánico cuando mataron a Galán y yo vi llorar a mi mamá por ese hombre que no conocía, pero que era una promesa para todos. 1989. La guerra de los carteles empezando a desbordarse sobre la ciudad. Nosotros vivíamos en una casa sobre la Avenida Roosevelt y varias veces temblamos, cuando temblaron los vidrios con la explosión de alguna sede de Drogas La Rebaja que hubo cerca. Pánico por las nuevas acepciones que en ese tiempo el narcotráfico iba escribiendo día a día, bomba a bomba, sobre su significado y relación con todo y con todos.

En el colegio teníamos una amiga, Cindy: pelo negro con olor a champú de fresa, capul. El bus pasaba recogiéndola todos los días sobre la Calle Quinta, entre 39 y 42. Ella se paraba al frente de una discoteca con la fachada negra escarchada, en la que sobresalía el skyline de la ciudad gringa que le daba nombre: Manhattan. Una mañana, cuando llegamos al paradero, a la discoteca le habían puesto una bomba y había amanecido en pedazos sobre el andén, entre sirenas de policía y curiosos que hacían crujir su morbo caminando sobre las esquirlas de vidrio desperdigadas por todo el desastre. En el colegio chismosearon que el papá de Cindy era el dueño del lugar. Y que le habían hecho eso para que se asustara y se fuera. El papá de Cindy, decían, trabajaba con el Cartel de Cali. A ella nunca la volvimos a ver. Pero ese día en el bus, todos vimos el pánico.

Pánico esa y todas la guerras. Tal vez resulte súper difícil de entender para alguien acostumbrado a verlo desde la distancia táctil de su celular. Aquí en Cali, hace 16 años apenas, vimos a las Farc entrando al edificio de la Asamblea para secuestrar a 12 diputados a plena luz del día. En la época de las pruebas de supervivencia, el pánico se sintonizaba por cadena nacional para que todos presenciáramos la mezquindad del conflicto transformando a los políticos en futuros cadáveres. Pánico volver a ese país. 262.197 muertos dejó el conflicto armado, según registros del Observatorio del Centro Nacional de Memoria Histórica.
262.197: casi el mismo número de personas que se necesitan para habitar Sincelejo (Sucre) calcula el Observatorio. Pánico perder la memoria. Y los márgenes. Pánico la gente de la que hoy está dependiendo la economía nacional, con Carrasquilla y familia a la cabeza. Pánico los sofismas de distracción. Pánico que quieran seguir tapando el sol -patrocinado por Odebrecht-, con un dedo.