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A la niña, la última de los tres hijos, la bautizaron...

23 de febrero de 2015 Por: Jorge E. Rojas

A la niña, la última de los tres hijos, la bautizaron María Dolores. Su papá era un señor en apariencia muy correcto que en la única foto donde aparece va bien serio, de bigote y camisa blanca. Su mamá era una señora entregada a los trabajos de la casa, mujer egresada seguramente de su propia universidad de la sumisión familiar. Él se llamaba Procopio Velasco. Ella, Mercedes Valencia.Procopio tenía unas fincas y un granero grande. La familia vivía en el barrio San Bosco de Cali. La historia sucedió antes de que existieran los jardines infantiles, así que mientras tenían edad para ir a la escuela estos niños crecieron ayudando a su papá en las labores del granero. Y así también cuando ya iban a estudiar.Una vez, cuando organizaba en lo alto del estante una pila de panelas, subido en una escalera el viejo Procopio llamó a su hija para que le alcanzara algo. Ella estaba justo debajo. Una niña. En su memoria nunca fue muy preciso qué tan pequeña, si antes de estar en la escuela o cuando ya estaba estudiando. Pero una niña: chiquita, blanca, la nariz diminuta, el pelo negro ensortijado y unos ojos verdes tan bonitos que ponerles un adjetivo al lado sería bobada. Entre 6 y 8 años. O los que hubieran sido. Una niña. ¡Dolores!, la llamó él. ¿Qué?, preguntó ella. La respuesta fue un golpe seco en el cráneo: el viejo Procopio le dejó caer una panela desde lo alto y luego, en vez de limpiarle la sangre, le recordó que la manera correcta de contestarle a su papá, el todo poderoso capaz de darle la vida pero también de romperle la cabeza, era diciéndole “señor”. ¿¡Me entendió, Dolores?!De niña, decía ella, fue muy necia. A una mujer que iba a lavar la ropa a su casa, un día casi la hace ahogar cuando le metió en la boca una colilla de cigarrillo mientras la doña hacía la siesta. Otra vez recogió del granero una manotada de sobrantes de verduras y escondida detrás de unos bultos se dedicó a lanzarle cosas a un muchacho ñato que andaba por ahí ayudando a cargar paquetes. Fuera lo que fuera, diablura, intento de ahogamiento, accidente, o sospecha, los correctivos del viejo Procopio siempre eran iguales. Cuando recordaba sus travesuras infantiles, cuando se recordaba niña, era normal que ella terminara mostrando una cicatriz que tenía en la pierna izquierda, bajo la rodilla: una mancha blanca, más blanca que el resto de su blancura, del tamaño de una moneda, donde había perdido la sensibilidad como resultado de una tanda de latigazos. “Toque, toque…”, decía hincándose la uña sobre la cicatriz, como hundiendo un botón al pasado.Ya de señora, una señora muy nerviosa. Tuvo que ser de tanto grito recorriendo la casa de donde le agarró miedo a la tempestad. Le tenía un pánico bíblico, cerraba las ventanas, se cubría la cabeza, desconectaba las cosas, rezaba el rosario. También le tenía miedo a la velocidad si iba en un carro. A la oscuridad, si estaba muy oscuro. En el 2002 murió de un infarto dormida en su cama. Muchas tardes ella hizo pasar su historia ante mis ojos sin calificarla de ninguna manera. Pero tampoco nunca se olvidó de mostrarme la cicatriz. Sin quererlo o queriéndolo mucho, con su ejemplo visible, esa señora me explicó que en una familia los empaques no garantizan nada. Que las familias ‘normales’ no son las que tienen un papá-hombre, una mamá-mujer y unos hermanitos, como vienen en las cajas de Lego, sino las que están constituidas en el amor.En Colombia, lecciones parecidas nos saltan ante los ojos todos los días. Esta semana, cuando la Corte Constitucional determinó que una pareja homosexual no podrá adoptar a un niño si el niño no es hijo biológico de ninguno de sus miembros, una mamá degolló a sus niños en Palmar de Varela, Atlántico. Pero seguimos insistiendo en los empaques. Cuando el viejo Procopio se murió, a la señora Dolores dejó de gustarle ese nombre. Quizás era algo parecido a la cicatriz, un botón al pasado. La señora que creció en una familia 'normal' nunca fue feliz, sí que lo sé. Esa señora era mi abuela.