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El poder de las historias

En tiempos de tuits y supuestas verdades contadas en 140 caracteres; en...

2 de septiembre de 2013 Por: Jorge E. Rojas

En tiempos de tuits y supuestas verdades contadas en 140 caracteres; en tiempos donde la urgencia manda y los lectores dejaron de ser de carne y hueso para convertirse en simples clicks, yo sigo creyendo en el poder de las historias. Hace dos semanas, esta columna estuvo dedicada a Eliene, una niña de Siloé que había encontrado en la música un refugio para aliviar los dolores que no lograban sanar los médicos.Cuando tenía 11 años, ella y su hermana tuvieron que ver a su mamá caer desmayada a golpes atestados por el hombre con el que vivía. Poco después de aquello, la niña se olvidó de sonreír.Hasta que apareció la música en su vida y pudo recordar cómo era aquello de soñar. A través de un taller musical patrocinado por una empresa privada, Eliene empezó a tocar el violín. Ella dice que la guitarra le parecía muy grande, mientras que el otro, el violín, tan bonito, tan delicado, tenía algo que ella creía podía hacerla feliz. Y lo fue. Lo ha sido. Tanto, como para que un año después de haber empezado a interpretarlo, sus profesores quieran que vaya a presentar audiciones este mes al Conservatorio; tanto, como para que le hayan dicho que su oído es un milagro que esperan un día puedan ser celebrado en una orquesta sinfónica. Cuando conté la historia de Eliene, hablaba de los otros sonidos que no alcanzan a escucharse en Siloé. De los sonidos que tantos, sordos y ciegos, no logran suponer en esa otra ciudad abandonada que crece a espaldas del resto. Uno de ellos era el sonido de ese violín. El otro era el del silencio: Eliene, en realidad, no tenía un instrumento. Todo el tiempo, todos sus sueños, la reconstrucción de su mundo, tuvo la banda sonora de un violín prestado. Dos días después de publicada esa columna, María Claudia Tafur, una bella señora que un día quiso que su hija fuera violinista, me llamó para contarme que la niña había desistido con el instrumento. Entonces el violín que ella una vez le había comprado estaba ahí, en su estuche, intacto, en silencio. La señora Tafur, al saber de Eliene, quiso hacer algo para cruzar las dos historias, conjurar los dos silencios. Un par de horas más tarde el milagro sucedió.Ver a Eliene con ese violín en las manos, abriendo el estuche, sonriendo incontinente, le da sentido a esta columna. Escuchar a la señora María Claudia hablando de lo que sintió al leer, verla a hacer lo que hizo, le da sentido a este oficio. Es el poder de las historias. Puede que sea un anticuado y que, como el papel, yo también esté en vía de extinción. Puede. Pero yo, hoy, sigo creyendo en ese poder.A través de Santiago Cruz, un periodista al que admiro, hace un par de años leí una crónica de Juan José Hoyos, maestro del periodismo, gran tipo, mejor escritor. Era el relato de un puñado de indígenas Katíos que para salvarse del exterminio se habían convertido en hombres invisibles hasta que un hombre bueno les regaló unas tierras en Valparaíso, Antioquia, para que volvieran a sembrar, para que bajaran de los árboles. Hoyos, entonces reportero de El Tiempo, lo contó; tras la publicación, un ejército de antropólogos llegó hasta allá, revolvió la paz. Uno de esos antropólogos le robó un tambor al Jaibaná de la tribu; el tambor había pasado de generación en generación. Hoyos pensó que si una historia había jodido la vida de los indígenas, tal vez otra podía ayudar a repararla. El periodista, pues, contó la historia completa y esperanzado que los antropólogos estuvieran en Medellín, le pidió a un colega del periódico El Mundo de esa ciudad que lo publicaran allá sin firmar. La crónica se tituló ¡Qué devuelvan el tambor! Y días después, el tambor apareció. El tambor, un violín, indígenas abandonados, una ciudad olvidada. El poder de las historias que no cabe en 140 caracteres, cosa tan primitiva, así como ayer, aún es capaz de conjurar el silencio. Gracias, señora María Claudia.