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El país de Tesillo

Seguimos siendo ese país. El país triunfalista que ensalsa a los gritos, y que cada ocho días levanta dioses de barro para luego dejarlos caer en el último penalti de la tanda.

2 de julio de 2019 Por: Jorge E. Rojas

Seguimos siendo ese país. El país triunfalista que ensalsa a los gritos, y que cada ocho días levanta dioses de barro para luego dejarlos caer en el último penalti de la tanda. Seguimos siendo el país de la desproporción: hiperbólicos en la victoria y fatalistas sin mente en la derrota. Seguimos siendo esa patria boba que no aprende de su pasado. El país que hace 25 años disparó contra Andrés, y que hace cinco días amenazó a Tesillo. El país que muere por el fútbol. Seguimos siendo ese país.

Seguimos poniéndonos la camiseta cuando juega la Selección, y embriagándonos de nacionalismo en todas las tallas. Seguimos detenidos ante los televisores, bramando orgullo y cantando el himno que dura hasta que tropezamos. Porque al perder se nos desinfla el pecho, señalamos, juzgamos, condenamos, nos burlamos implacables, en eso nadie nos gana. Los colombianos no perdemos, los colombianos fracasamos. Seguimos siendo ese país que no tiene medida cuando hablamos de banalidades que se cuentan por puntos y medallas. Capital mundial de la trascendencia a lo inmerecido. Pobre de Higuita, si no se corta el pelo y ahora se retracta.

Enajenados, somos barra-brava en las tribunas de Brasil: si cruzan la raya les partimos la cara. Enajenados, vamos al estadio como si asistiéramos a un combate: tropa violenta antes que hinchada. Enajenados, en vez de fútbol vemos duelos; choques en vez de encuentros. Somos el país que sigue sin entender que solo se trata de un tonto juego. Somos ese país que en 1989 vio morir a un árbitro acribillado por el pecado de un gol mal anulado. Somos el país que en el Mundial del 94 supo cómo amedrentaban al técnico nacional para que no alineara a todos los paisas. El país que ese mismo año presenció el asesinato de su capitán, un muchacho que debió llegar a esconderse luego de que un autogol en el torneo lo dejara sentenciado. Seguimos siendo ese, el país de la mafia.

Por momentos creemos que la historia es otra. Que con los grandes capos muertos, presos, o tullidos por los años, quedamos a salvo de esa violencia, clavada en los corazones como astilla. Pero de repente, en gestos tan simples como una pulsión por redes sociales, queda expuesta la verdad, torcida, perversa, cruel, razón tuvo Alonso Salazar al escribir que no nacimos pa’ semilla. Cargamos esa maldita herencia palpitando, la que nos inocularon los traquetos, algunos por ósmosis, algunos con sangre: llevamos vivo su lenguaje y su desprecio por las márgenes. Entonces a falta de un arma en el cinto, disparamos con los dedos, con los teléfonos, con los memes; vamos por ahí sin importarnos nada, viralizando el odio y salpicando rabia. Amenazamos a un chico por errar un penalti: acaso qué más traqueto, qué más desproporcionado. Y lo amenazamos en plural, sí, pues de la misma forma como nos unimos a pujar por la bandera, vamos unidos en el cordón umbilical de una vergüenza como esta.

Somos la tierra del olvido, el país del Alzheimer. Nos creemos mucha cosa, nos creemos civilizados. Pero somos un país de bandos, de rencores, de puños apretados. Tenemos la paz firmada pero seguimos siendo pájaros envenenados. No somos el Macondo de Gabo, no somos poesía, somos apenas esto, un verso mal armado.