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Don Jairo

Parte de la belleza que tienen los heroísmos deportivos, es la forma en que sirven de recordatorios satelitales de nuestro lugar en el mundo, mostrando el otro país que el morbo no alcanza a ver.

16 de julio de 2019 Por: Vicky Perea García

Parte de la belleza que tienen los heroísmos deportivos, es la forma en que sirven de recordatorios satelitales de nuestro lugar en el mundo, mostrando el otro país que el morbo no alcanza a ver. Entonces de pronto Colombia no es solo su pasado, sino también una pequeña nación que lucha por el presente, y de ahí salen grandezas del tamaño de Wimbledon. Entonces el planeta que tiene tiempo para esas cosas, de pronto, cae en cuenta que de ese lugar puede surgir otra realidad.

Como con la guerra, el deporte ha servido para reescribir en repetidos casos nuestras coordenadas geográficas, y ahora Cabal y Farah pusieron una nueva banderita de ubicación sobre el mapamundi: en Colombia hay dos campeones de Grand Slam, y nacieron en Cali, esta ciudad que vive de sobreponerse a los reveses. Las hazañas deportivas, como suele ocurrir, son metáforas que nos revelan.

A lo largo de los años, la historia que tenemos como pueblo ha ido pasando por el espejo del deporte. Su reflejo nos dimensiona sin maquillaje en el mapa, exponiendo sin filtros la geometría de la que estamos hechos, nuestras montañas, la llanura, el mar. Nuestras carencias, sí, también. Pero el esfuerzo y la determinación terminan sobreponiéndose en el paisaje, como atributos fundamentales de una tierra con gente que vive de levantarse una y otra vez. Parece cosa de genes. Los ejemplos que hoy tienen nombres de tenistas, antes fueron boxeadores, ciclistas, levantadores de pesas, futbolistas, atletas, luchadoras. ¿Cómo negar que a través suyo hemos viajado a reconocer el país?

Los periodistas deportivos, por lo tanto, son quienes en principio nos han llevado hasta el descubrimiento. Cronistas del triunfo, del camino de la competencia, o del silencio en la derrota, son ellos los que se han encargado de abrir la puerta para conducirnos por algunos bordes del mapa que tal vez antes no detallamos; y nos han explicado cómo llegar hasta allá, y cómo es allá. Su trabajo ha sido traducirnos la patria en escenas de las que algunos nos valemos para tratar de entender cómo viven, o no, nuestros deportistas. Y así lo demás alrededor.

Uno de los más veteranos que yo he tenido la fortuna de conocer, don Jairo Ramírez Rivera, es dueño de vivencias laborales que en su voz suenan como hermosas piezas de museo sobre el tiempo, y el oficio. 1987, por ejemplo, el día de la segunda defensa del título mundial peso mosca de Fidel Bassa, enfrentando al panameño Hilario Zapata, lo sitúa en Ciudad de Panamá, al final de la pelea, refugiado bajo del ring junto al boxeador colombiano, mientras el coliseo reventaba a botellazos la lona protestando por las tarjetas que marcaban empate. Con el resultado el título seguía en manos de Bassa, que en medio de la trifulca solo alcanzó la baja oscuridad del cuadrilátero para proteger su musculatura desnuda de las esquirlas cayendo. En ese lugar y en esa tempestad, desprovisto de grabadora o libreta de apuntes, don Jairo habló con él hasta que todo se calmó, y al otro día viajó a Cali para trasladar la conversación de su memoria a una entrevista sobre lo que es ganarse la vida a golpes, en palabras de Fidel Bassa. Escrita para este periódico, su pericia fue título de primera página. Hoy, quizás, empezaría siendo una historia de Instagram. Pero sería una historia.

Los buenos periodistas no pasan de moda y don Jairo dejó temporalmente su jubilación para regresar a El País. Está ayudando a construir contenidos de proyectos especiales, en esta estructura de producción de piezas periodísticas con fondo comercial, a la que vienen apostando los medios en uno de sus tantos intentos de supervivencia.
Verlo trabajar es un privilegio aleccionador en esta época. Todos los días llega temprano, y sin afanes en algún momento, empieza a contar otra vez el mundo.