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Desalmado

Y entonces un día nos dijeron que habían cogido al flaco. Nos...

16 de febrero de 2015 Por: Jorge E. Rojas

Y entonces un día nos dijeron que habían cogido al flaco. Nos azaramos todos porque lo sospechábamos, todos presentíamos que las cosas que el flaco llevaba al parque para apostar a los campeonatos no podían salir de la plata del recreo. ¡¿Cuál plata, si el flaco vivía más vaciado que nosotros?! Pero el flaco en esa época era un encanto. Distinto a todos, menor que todos, que ya andábamos por los 18, el flaco era un hipnotista de serpientes que salía a la calle vistiendo unos ojazos gordos de inocencia siempre bien combinados con su imprevisible personalidad de estornudo.Hiperactivo crónico, una vez nos contó que había descubierto una entrada secreta para el Club San Fernando. Y fuimos un domingo: la entrada en realidad era una ruta que el flaco se había inventado trepándose a un árbol para saltar la tapia que daba a una calle larga y solitaria que desemboca en el ala occidental del estadio. Esa mañana, tomando el sol sin camisa junto a la piscina, el flaco se veía tan tranquilo como si hubiera fumado opio. El día que lo cogieron todo se supo: las cosas con las que se había aparecido al parque, cachuchas y tenis usados, pertenecían a un amigo que él tenía en una unidad residencial al otro lado de la avenida; se las había sacado mientras jugaban nintendo. Cuando lo cogieron estaba tratando de llevarse una bicicleta.Para esa edad, 15-16 años, el flaco era dueño de una inteligencia silvestre que le había germinado sin la necesidad de abonarla con muchos libros. Vivaz, chispeante, volcánico, la quietud no era lo suyo. Pero no era malo, no había nada de maldad en sus ojos cándidos y redondos. Todos lo sabíamos. Después de los meses que pasó en el centro de reclusión, sin embargo, el día que volvimos a verlo nos contó de los aprendizajes que allá tuvo: contratar a un escolta para evitar que lo violaran fue la primer lección; su guardaespaldas fue otro niño que le ofreció protección a cambio de billetes y cigarrillos. Y luego el primer chuzo: el mango del cepillo de dientes bien afilado contra el pavimento. La vida nos fue separando irremediablemente a todos y en algún momento ninguno de los amigos de esa época volvió a saber de él. Eso fue hace casi 20 años.Hace dos años, poco después de haber recobrado la libertad, el antiguo jefe de uno de los patios de Villahermosa contaba de las enseñanzas que le dejó la cárcel: cuando los guardias se llevan los puñales, cuando los muros podridos no vomitan varillas para arrancar, sobre pedazos de papel aluminio se pone una mezcla de agua, azúcar y papel higiénico, que al secarse al sol se convierte en una pasta que le da molde a puntas que bien pulidas cortan piel y carne. En una casa cerca al restaurante El Bochinche, por donde estaba parando en ese tiempo, el hombre contaba que muchas veces tuvo que empuñar esas puntas porque de lo contrario lo hubieran matado.La semana pasada, la historia de otro exrecluso: pocos días después de caer preso a Villahermosa, lo violaron y en la gresca le sacaron un ojo. Cuando se recuperó, mató a los que atacaron. Ya libre, en El Calvario, el hombre se convirtió en capo de esquina. Unas horas antes de escribir esta columna, la noticia de la captura de uno de los asesinos de los niños de Florencia: Cristopher Chávez Cuéllar, 42 años, la cara huesuda y odiosa como un puño cerrado. En el 2004 fue condenado a cuatro años de cárcel por la violación y el homicidio de una mujer; hace un año había recobrado la libertad. Le dicen ‘el desalmado’. Guardando la respectiva distancia con cada caso, en medio del asco del crimen, leer de la escuela de Chávez es leer de alguna manera las otras historias, las que han ocurrido desde hace tanto y se repiten y se vuelven a repetir. Leer de su paso por la cárcel, es confirmar, ahora con el luto de unos hermanos de 4, 10, 14 y 17 años, que en este país las prisiones sirven para cualquier otra cosa menos que para enderezar el alma.