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Una de las mayores felicidades de mi vida se la debo un...

2 de junio de 2014 Por: Jorge E. Rojas

Una de las mayores felicidades de mi vida se la debo un sacerdote del que no se el nombre. Tampoco puedo acordarme de su cara porque lo vi muy poco tiempo y a los 6 años mi memoria era un esponja que se ocupaba de personas importantes: Kalimán, saliendo por las tardes de la radio, Superman, que ya volaba en el cine, y esa niña pecosa del jardín infantil que me parecía tan bonita. Paradójicamente el desconocido de clériman acabó siendo muy importante para mí.El padre era el rector de un colegio de curas y yo había llegado hasta ahí con mi mamá, que me buscaba cupo para empezar la primaria. Era 1984. Después de haber superado varios exámenes, incluyendo aquellas pruebas en las que a uno le muestran un manchón de tinta sobre cartulina con la esperanza de una traducción conveniente ante los ojos de la sicología, el cura nos dijo a ambos que aunque todas las pruebas habían salido bien yo no podía matricularme por no tener papá. Así que gracias a él yo terminé en un colegio del que solo me fui al terminar el bachillerato. Gracias a él, entonces, yo fui feliz muchos años.Mi colegio se llamaba Los Cedros del Líbano y quedaba en la vía a Jamundí, doblando a la derecha después de pasar el motel Geisha y la estatua de una virgencita milagrosa. El vicerrector, Arturo, tenía barba y pelo largo. Los salones, puertas sin puertas y ventanales sin ventanas. Todo estaba rodeado de acequias en las que era posible meter los pies descalzos para apaciguar el calor de la clase de educación física. Para los más grandes estaba permitido fumar y a alguna chica de último año, llevar pantalones en vez de falda. Todo eso no era anarquía, sino algo que la mayoría crecimos viendo como respeto por la diferencia y las decisiones individuales: quienes estudiamos allí entendimos de una u otra forma que llevar el pelo largo, fumar, no tener papá o vestir en contravía del resto no nos hacía peores ni mejores que nadie, solo distintos. Cosas como esas enseñaba ese colegio.Detrás de la cancha había un potrero donde vacas mansas rumiaban ciruelas que los peores futbolistas les robábamos mientras el balón se iba lejos y casi por todas partes crecían árboles de mango donde y bajo los cuales aprendimos las cosas que en esa época nos ocupaban: subir por las ramas para cruzar al otro lado, cazar renacuajos, jugar escondite, ponchado, líder, un-dos-tres-por-mí-y-todos-mis-amigos. Partidos que acaban al día siguiente. Campeonatos de a dos, gol-de-remate-vale. Me gusta ella. Tomémonos un sándy. La verdad se atreve. Me sudan las manos. Decíle que si me acepta el cuadre.En ese colegio pasaron muchas cosas. Al principio, más o menos hasta quinto, casi todos nos conocíamos y en los salones era común que 6 o 7 lleváramos toda la primaria viéndonos las caras y cogiéndonos cariño. Pero después de ese año, como sucedió en toda la ciudad, los coletazos del narcotráfico que llegaron hasta ahí a través de los hijos o los sobrinos o los ahijados o los protegidos del patrón de turno, cambiaron algunas lógicas de comportamiento y varios de sus excesos dejaron huellas inolvidables. Los salones también cambiaron y ya no todos fuimos amigos, pero aún así ese colegio fue para muchos fue el mejor lugar para crecer. Muchos que en algún momento estuvimos tentados a irnos nunca lo hicimos y otros que se fueron volvieron: estar ahí era una cosa extraña, sanguínea, el pacto de una manada, una hermandad rara que entre algunos dejó hijos y entre otros, simplemente, amistades eternas. Cuatro o cinco años antes de quebrar y desaparecer como colegio, más o menos así eran Los Cedros.En estos días yo he pensado mucho en el padre que me empujó a estudiar allá. Ahora que escucho al Papa referirse al celibato y a tanta cosa que va en contravía del amor que predica la Iglesia, caigo en cuenta de que quizás él, ese cura, no quiso salvar a su colegio de un niño como yo, sino a un niño como yo de un colegio como ese. Y por eso me gustaría saber quién es y darle las gracias. Si mis recuerdos tuvieran una estantería, casi, casi, pondría su nombre junto al de Kalimán.