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Poco se sabe. Se infiere que primero fueron las bacterias. Luego aparecieron...

15 de octubre de 2012 Por: Gustavo Moreno Montalvo

Poco se sabe. Se infiere que primero fueron las bacterias. Luego aparecieron las primeras células vegetales y animales, y después las formas vivas multicelulares. Los mamíferos pasaron del mar a la tierra. La aparición del ser humano, con capacidad para modificar el desenlace con el apoyo de un lenguaje diferente, hace más de cien mil años, fue la última gran revolución: siendo cazador y recolector se organizó, y pasó a cultivar y construir asentamientos, y de la piedra a los metales. Navegó los mares, y construyó imperios y democracias. Hace más de dos siglos comenzó un salto en productividad, con la revolución industrial, que no parece detenerse. Sin embargo, hay problemas: la ilusión liberal de expansión ilimitada forjada en la Europa moderna está acotada por el reto de la sostenibilidad.Es preciso acudir a esquemas de acción colectiva, que exigen sacrificar objetivos individuales para evitar el colapso. Nunca habrá seguridad de que la vida como la conocemos pueda sobrevivir; puede haber fenómenos climáticos que arrasen con casi todo, incluidos los mamíferos superiores. Sin embargo, vale la pena dar la pelea por la viabilidad de la especie. Las alarmas se suceden. Primero fue la detección de perforaciones en la película de ozono que rodea la atmósfera, proceso que se mitigó gracias a que el Protocolo de Montreal prohibió el uso de clorofluorocarbonos. Ahora la acumulación de dióxido de carbono y metano en la atmósfera produce el efecto invernadero; amenaza no conjurada. Se vislumbran problemas de acceso al agua y amenazas con armas de destrucción. Estos problemas exigen revisión de la institucionalidad en el mundo. La soberanía nacional podría ser obstáculo ante la necesidad de acción; lucen más importantes la promoción del desarrollo armónico de la comunidad local y la construcción de reglas obligatorias con alcance global. Somos una sola especie y debemos actuar como tal, pero barreras políticas, culturales y religiosas obstruyen la vía a un mundo con espacio para la iniciativa individual y premio al esfuerzo, pero también con rigurosos controles a la violencia y al despilfarro, y límites a la población para evitar el exceso de presión sobre recursos escasos. Afloran nuevos temas de discusión: no está claro si se debe privilegiar a quienes hoy viven o dar la misma importancia a quienes no han nacido y cuya sostenibilidad ponemos en peligro. No hay consenso sobre si debe haber una ética mundial, fundada en los derechos humanos reconocidos formalmente, o si las tradiciones regionales deben respetarse, así tengan conflicto con las declaraciones de la ONU. Lo único seguro es que se necesita solidaridad para sobrevivir. Colombia no está en la vanguardia de la lucha por lo colectivo, pero sus problemas particulares la hacen terreno propicio para una revolución de conciencia con impacto global. ¿Aprovecharemos esta circunstancia y haremos de nuestro conflicto fuente de reflexión?