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Violentorancia

En el país en que matamos al del carro de atrás porque nos pita intensamente, nos importa un pito llamar a las cosas por su nombre.

10 de marzo de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

La intolerancia ronda a los caleños, según reciente informe de este diario, que ha demostrado suficiente tolerancia para acoger todo tipo de opiniones en sus páginas editoriales. Aprovechando esa disposición a la condescendencia, diré que la intolerancia no existe. Y si no existe, ¿cómo pueden haber muerto en la ciudad, en lo corrido del año y a causa de la intolerancia, más de setecientas personas? ¿Es real o estamos frente a una suerte de falso positivo numerológico?

Los muertos son innegables, y ahí está el dolor de muchas familias recordándonos que no se trata de un espejismo estadístico. Los principales detonantes: diferencias por diversidad cultural y consumo de licor o drogas. Se confirma que la ocupación más antigua del ser humano es acorralar, acosar, torturar, expulsar y asesinar a todo aquel que considere distinto.

Aquí La Violencia, con mayúsculas, es un período histórico que arrancó con El Bogotazo (realmente fue un puñado de años antes) y terminó en 1958 (o tres, o cinco años después), solo para que, una vez superada la confrontación partidista, nos expusiéramos a otras formas de dolor. Eso por no mencionar que antes de que la violencia se convirtiera en La Violencia, pasamos por la Guerra de los Mil Días, las guerra civiles de 1884, 1876 y 1860 y la Guerra de los Conventos. Matarnos es un estilo de vida en estos predios.

Con tanto muerto bajo nuestros pies, reservamos la palabra violencia para episodios donde la sangre no se cuenta por litros ni galones, sino por hectolitros. Y buscamos eufemismos que nos permitan hablar con suavidad y cierto desentendimiento de las peligrosas manifestaciones violentas del día a día.

La violencia en las calles llegó de esta manera a llamarse intolerancia, empaquetada junto a otros términos sacados de la manga para evitar las referencias directas. Intolerancia que, a menos de que hablemos de la lactosa, suele terminar con muerto a bordo o lesionados de gravedad.
Son tantos los eufemismos para fenómenos relativos a la violencia, que nos ya vendría bien un riguroso diccionario: bacrim, bandoleros, actores del conflicto, escalar, crimen pasional, percepción de inseguridad, revictimización, neutralizar y un largo etcétera. El eufemismo nos ofrece la vía del disimulo para hacerle el quite a lo crudo de la franca expresión.

También hemos recurrido, como en otras latitudes, a presentar el
concepto de violencia emparentado con otros que suelen mermarle voltaje. Por eso hablamos, por ejemplo, de “violencia doméstica”, que puede ser muchas cosas, pero casi siempre esconde al macho troglodita pegándole a su esposa o a los hijos pequeños.

Algo similar sucede con aquello de ‘violencia de género’, a la que hace reparos gramaticales el profesor español Miguel Catalán (Catalán y español, que es lo correcto): “El género no rige para las personas, sino para las palabras: el género de un artículo, de un sustantivo… los vocablos tienen género; las personas, sexo”. Y a veces maltratan a quienes han tenido sexo con terceros. Lo cual no marcaría en las tablas de violencia, sino en las de intolerancia.

En el país en que matamos al del carro de atrás porque nos pita intensamente, nos importa un pito llamar a las cosas por su nombre.

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Ultimátum.
El octogenario Ómar Yepes liderará la modernización del Partido Conservador. En sus primeras declaraciones recordó la importancia de ser conservadores, vale decir, de conservar los puestos.

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