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Un país

Un país en el que los congresistas se sacan los ojos para presentar primero proyectos de ley que frenarán la manera en que se promueven y patrocinan sus campañas.

2 de septiembre de 2018 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Un país en el que los políticos se ponen de acuerdo para presentarse a urnas en una lista que califican como de la ‘decencia’. Un país en el que quienes exhiben la decencia con la misma discreción de un pavo real en celo, determinan quiénes son honestos y quiénes no. Un país en el que seguimos enredados en el peligro de hacer listas.

Un país en el que congresistas forrados en billete (salido vaya usted a saber de dónde) madrugan a votar las consultas anticorrupción y a tomarse fotos con sonrisas ‘Pepsodent’ rebosantes de desfachatez. Un país en el que las consultas se cristalizan gracias al voto y empuje de parlamentarios señalados como pícaros por los organizadores de la propuesta.

Un país en el que la consulta se promueve recalcando que no es monopolio de una fuerza política, ni catapulta para que sus organizadores accedan en un futuro a puestos públicos. Un país en el que después de haber cacareado su carácter apolítico por meses, la oposición corre a decir que la votación superó a la que eligió al presidente Iván Duque. Un país en el que las consignas de triunfo proselitista se envuelven en la camiseta de la Selección Colombia.

Un país en el que los congresistas se sacan los ojos para presentar primero proyectos de ley que frenarán la manera en que se promueven y patrocinan sus campañas. Y, luego, dejan que se desangren y mueran en plenarias donde se les da entierro de quinta. Un país en el que lo único efectivo para castigar a la corrupción es la lengua: el ‘cáncer’ de la corrupción, el ‘flagelo’ de la corrupción, la ‘problemática’ de la corrupción… pirotecnia verbal tan efectiva como un vaso de agua para enfriar el Kilauea.

Un país en el que las reuniones de media noche en Palacio de Nariño para combatir la corrupción generan trinos como el de Juan Carlos Pinzón: “Muy difícil comprender que estos señores (de las) Farc son invitados para hablar de lucha contra la corrupción, así como otros dirigentes sancionados por contralorías, Procuraduría, con líos penales y fiscales”.

Un país en el que la prensa ya no da abasto para cubrir las organizaciones diseñadas para robarse los dineros públicos. Un país en el que los periodistas optaron por cartelizar la actividad delictiva, como única manera de presentársela a lectores, oyentes y televidentes que a diario se encuentran con los carteles de la hemofilia, del VIH, de las tutelas y hasta de la paz.

Un país en el que, precisamente, no habrá paz hasta que dejen de meter mano en los recursos de la salud, la alimentación, la educación y las obras de infraestructura. Un país en el que la implementación de los acuerdos de paz costará alrededor de 130 billones en los próximos tres lustros (ocho billones y medio por año). Un país en el que, según la Contraloría, al año la corrupción nos cuesta más de nueve billones de pesos y medio, con lo que, como anotaba El Tiempo, “la corrupción se robó un billón más de lo que al año cuesta la paz”. Un país que insiste en no ser un país.

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Ultimátum. Como se ha dicho en esta columna, los colombianos (que hemos llegado a todos los rincones del mundo, por lo general llevando más problemas que dinero en las maletas), poca autoridad moral tenemos para rechazar a los sufridos venezolanos que hoy llegan por miles. Argumento que choca con una realidad innegable: o el continente se une para buscar una solución a esta migración desesperada y constante, o Colombia no va a resistir el peso de sus necesidades.

Sigue en Twitter @gusgomez1701