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¡A quién se le ocurre escribir un libro de 900 páginas en tiempos de 140 caracteres! A un fantasma que conversa. Tiene lógica: ahora que nadie habla y que los diálogos se hacen con los dedos pegados a las pantallas, han de ser fantasmas los que charlan. Fantasmas con oídos, porque el arte de la conversación es tanto cosa de lengua como de tímpanos.

1 de octubre de 2017 Por: Gustavo Gómez Córdoba

¡A quién se le ocurre escribir un libro de 900 páginas en tiempos de 140 caracteres! A un fantasma que conversa. Tiene lógica: ahora que nadie habla y que los diálogos se hacen con los dedos pegados a las pantallas, han de ser fantasmas los que charlan. Fantasmas con oídos, porque el arte de la conversación es tanto cosa de lengua como de tímpanos.

El fantasma de esta historia se llama Martín Nova, y en la última página de su libro, con discreción, se presenta como administrador de empresas con especialización en mercadeo y (en perfecto acople con su apellido) experto en innovación. Las 899 páginas anteriores deberían estar repletas de consejos sobre branding, tracking, sponsoring, storytelling, offering y ese ejército zombi de ‘ings’ que el marketing usa para descrestar.

No. ‘Conversaciones con el fantasma’ arranca con una conversación sincera. La de un fantasma con su propio pasado: el ayer de una familia, con historias de amor girando alrededor de Takna, la casa-finca de los abuelos maternos (ahora fantasmas) en El Poblado, cuando Medellín algo de poblado tenía. María Helena, la abuela, y Leonel, el abuelo.
Alto. Pecado grande sería no estimar las huellas de Leonel, cariñosamente llamado en familia ‘Lolel’, pero recordado como Leonel Estrada, uno de los detonantes del movimiento cultural y artístico en la Antioquia de mediados del siglo pasado.

‘Lolel’ tuvo tanto de crítico como de poeta, artista y coleccionista. Pero fue, sobre todo, motor. Uno de esos putas de Aguadas que se metió al arte con berraquera y mística. Y que convenció a los empresarios de la conservadora Medellín de creer e invertir en el arte.

El libro arrancó hace años en la cabeza de su nieto, pero fue cogiendo cuerpo en 2014, a manera de conversaciones con protagonistas del arte colombiano en los últimos cincuenta años.

Personajes, como sostiene William Ospina en el prólogo, que opinan sin esconder temores, parcialidades o supersticiones. “Dos cosas”, dice Ospina, “han estado divorciadas en Colombia desde siempre: la gente de la cultura y la cultura de la gente”.

A las estrellas (¿novas?) del libro, se las lleva por un camino que concilia esos mundos paralelos, planteándoles preguntas con genuina curiosidad que abren puertas al lector lego en los menesteres del arte. Artistas, críticos, curadores y galeristas le contestan con refrescante sinceridad a este joven transparente como un fantasma.

“Acá hay gente que compra arte, pero sin ningún criterio” (Gloria Zea). “Hasta hace poco el arte colombiano no miró la violencia. Nadie quiere pintar a un señor decapitado y colgarlo en la sala de su casa” (Eduardo Serrano). “El Museo de Arte Moderno; eso no es un museo de arte moderno, es la casa de Gloria Zea” (Beatriz González). “El arte colombiano ha tenido siempre la deformación de la caricatura. Es un arte caricaturesco, desde los precolombinos hasta ahora” (Antonio Caballero). “De las cosas que me conmueven enormemente es cuando alguien quiere una obra de arte, pero dice que no tiene con qué” (Alberto Sierra).

Libro de grueso formato que debe sus 900 páginas a la loable obsesión de su autor por dejar hablar a sus invitados, de no castrarles franqueza amparándose en la excusa editorial de la edición.

Un libro enemistado con esa odiosa concisión que hoy reclaman los apurados ‘lectores’ de aparatos. Un fantasma cuyo rollo encantador no debería perderse en la jungla de brillantes pantallas.

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Ultimátum.
Regina 11 y Jesús Guerrero, dos ejemplos de emprendimiento político… que nadie debe imitar.

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