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Nadie niega que, más que interesar una pena de muchísimos años de prisión, lo que se demanda es que se imponga una sanción y se satisfaga en forma ejemplarizante.

22 de julio de 2018 Por: Gustavo Gómez Córdoba

En el espinoso campo de las penas por delitos, no se sabe si concluir que es un asunto intratable e insondable. Que la culpa sea de nuestra deficiente formación jurídico-penal, o por los permanentes desaciertos de la Comisión de Política Criminal, o por la ineficacia del respectivo ministro de Justicia, da igual. Todos los caminos conducen a la misma caverna: la delincuencia colombiana es imbatible.

Si hay algo sobre lo que han coincidido los autores antiguos y modernos, es concluir que no interesa tanto el monto de las penas como el que la aplicación de la sanción mande el mensaje valioso de que no puede, como sucede aquí, considerarse al delito como una forma de vida, de sustentación y de dominio.

También de que la honrada labor diaria ofrece mejores y más seguros rendimientos (entran risas). Y, por último, que se forme certidumbre sobre el hecho de que quien la debe la tiene que pagar. Esto, además, demanda que los delitos y los delincuentes sean denunciados o puestos en entredicho, que se investigue exitosamente la realidad de las conductas, se imponga una condigna sanción y esta se cumpla de modo indefectible.

Nadie niega que, más que interesar una pena de muchísimos años de prisión, lo que se demanda es que se imponga una sanción y se satisfaga en forma ejemplarizante. Esto de una vez debiera alertar sobre la improcedencia de la condena de por vida. ¡Como si no fuera suficiente con los cien o más años de castigo que viabiliza el actual Código Penal!
De aquí a que se apruebe un referendo, se animen las leyes respectivas y se construya el sistema de reclusión que debe albergar a esta clase de condenados, pasarán varios periodos presidenciales, con el auge constante de la criminalidad, que ahora solo merece, deficitariamente, enfocar los atentados contra los niños o menores de edad.

Luego vendrán propuestas para extenderla a más de una cincuentena de atentados sociales, lo que seguramente nos atará a una cadena de las perpetuidades. No hemos sido capaces de hacer verdaderamente efectivas sanciones de veinte, treinta o cuarenta años, para convencernos, engañosamente, de que con la pena sin fin no ocurrirá otro tanto.

La delincuencia ha triunfado y el Estado es un ente desvalido, indefenso. Nada se ha podido contra el contrabando, contra el narcotráfico, contra el robo de bienes al Estado, contra la inseguridad en campos y ciudades o contra la destrucción del medio ambiente. Y ahora confesamos que no podemos castigar, sino pactar un perdón y concesiones de extrema índole para las asociaciones criminales.

El caso colombiano recuerda la histórica anécdota del funcionario que le preguntó socarronamente a un par boliviano por qué tenían fuerza naval si carecía de costas. La respuesta fue contundente: tenemos Armada sin tener mar, de la misma manera en que ustedes tienen ministerio de Justicia.

La delincuencia se ha ensañado en intimidar, violentar y exterminar a todo funcionario, civil o militar, que tenga que ver con sus oprobiosas hazañas, pues ni siquiera se llega a pensar en darle un especial tratamiento penitenciario a esta clase de desalmados e insurgentes sociales.

Pero retomamos, o sea “tomamos de lo mismo”, con la engañifa de la cadena perpetua o los pactos con los criminales ricos y asociados. A la postre vamos a lo mismo con los mismos.

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Ultimátum. Seguimos siendo un país de templos: no hemos podido librarnos del culto a la Catedral y el eterno sometimiento de la justicia al delincuente. ¡Bienvenidos al pasado!

Sigue en Twitter @gusgomez1701