El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Artículo

Injusticia

Las palabras tienen acepciones tan disímiles que uno no puede menos que sorprenderse cuando descubre que un momento álgido puede tener tanto de ardiente ebullición como de aire glacial. O que algo lívido luciría llamativamente amoratado o intensamente pálido. Pasa en el diccionario; pasa en la vida real.

20 de agosto de 2017 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Las palabras tienen acepciones tan disímiles que uno no puede menos que sorprenderse cuando descubre que un momento álgido puede tener tanto de ardiente ebullición como de aire glacial. O que algo lívido luciría llamativamente amoratado o intensamente pálido.

Pasa en el diccionario; pasa en la vida real. En un aspecto menos coloquial, de carpintería jurídica, se diría, por ejemplo, que los operadores judiciales son las autoridades facultadas por la ley y la Constitución para administrar justicia (v.g. jueces, fiscales). O eso era lo que creía hasta hace un par de días, cuando me instruyeron con detalle sobre las actividades de ciertos personajes que habitan en las sombras de la corrupción. En el ejercicio real (y patético) de nuestra Justicia se mueven los “operadores”. No usan toga ni trabajan con códigos.

Es más: guardan kilométrica distancia de todo código ético. Estos “operadores” tejen sólidas relaciones con jueces y magistrados, y están en capacidad de ofrecer el resultado de un fallo a cambio de tarifas que pueden arrancar en cincuenta millones y terminar, como quedó claro después de escuchar las declaraciones del fiscal general de la Nación, Néstor Humberto Martínez, en cifras que va siendo mejor medir en miles de dólares.

Me relataron la historia de un efectivo “operador” que ofrecía en su portafolio los servicios de periodistas, uno de ellos vinculado en ese entonces a un noticiero de televisión. Este “emprendedor” de las comunicaciones cobraba treinta millones de pesos por un informe al aire de un minuto treinta de duración, a través del “operador”. A eso hemos llegado.

Que los altos tribunales se hayan convertido en establecimientos comerciales es repugnante, aunque consecuente con un país que se hunde en el estiércol de la corrupción. Y a la justicia llegó de la mano de nuestros voraces políticos, que se reparten las plazas de las magistraturas y las entregan a peones ambiciosos y obedientes que devuelven favores en un deshonroso do ut des. Sucede, además, que no hay punto de cierre para una carrera en la Justicia. De un tribunal se salta a otro con la facilidad de quien cierra un granero para abrir una miscelánea.

Una puerta giratoria que no se detiene nunca. Carreras tan largas que solo pueden terminar en el cielo o en el infierno. Dinero público bien invertido sería el que se dedicara, vía futuras reformas, a jubilar a quien corone una alta corte y termine en ella su periodo. La política, la ambición, la ligereza, la mediocridad y la blandura de ética han forjado para nosotros una casta de altos juristas de dudosa factura.

Quiera la Providencia (judicial) que los 51 magistrados de la nutrida Justicia Especial para la Paz, teniendo en sus manos el destino de tantas personas, entiendan que sus decisiones no deben ser ni instrumento de venganza ni atajo a la riqueza. Propuso en ‘Hora 20’ Juan Carlos Henao, rector de la Universidad Externado, la creación de una Comisión de Intachables que se ocupe de la catadura ética de los futuros magistrados. Mejor dicho: una comisión que dé el visto bueno a juristas que no estén interesados en “comisiones”.

*** Ultimátum. El mismo día en que segaron esa esperanza que representaba Luis Carlos Galán, cayó un héroe inolvidable: el coronel (general de manera póstuma) Valdemar Franklin Quintero, policía de honestidad a prueba de amenazas y dólares. A su familia, respeto y agradecimiento.