Teatro
Falta el líder político que baje los ánimos. En otras palabras, el líder que convenza a todos que es mejor volver a los tiempos de la política como teatro. Santos ya no fue.
La política, se sabe, es en esencia emocional. El político está obligado a despertar las emociones de la gente para ganar sus votos y obtener su respaldo en las decisiones públicas que se tomen. Y, aunque pretenda ser racional, en últimas todo depende de las habilidades de los dirigentes para sintonizarse con la gente y moldear sus posturas sobre los asuntos públicos, bien sea para explotarlas o bien sea para transformarlas.
Una actividad que consiste en la manipulación de emociones, en el buen y en el mal sentido, tiene mucho de teatral. Un buen político tiene que convencer con cada uno de sus actos a sus seguidores y colaboradores cercanos que vale la pena apostar por él en las elecciones. No puede dejar sombra de duda que está convencido que su propuesta es lo que más le conviene a la sociedad dadas las circunstancias y, por consiguiente, merece todo el apoyo para ocupar un lugar en el gobierno y materializarla.
Incluso podría decirse que a ratos más que un teatro se parece a la lucha libre. No es solo que los participantes tengan que asumir un papel y llevar a cabo una actuación lo más convincente posible de su personaje. Es que a veces tienen que simular enfrentamientos con contrincantes de todo tipo para llegar a acuerdos finales que desde un principio estaban arreglados.
No se trata de un fraude. Es que las emociones de la gente se resentirían si los políticos se ahorraran todo el ritual necesario para tomar una decisión que es la más razonable y conveniente para las partes. Se ha jugado con el compromiso y el respaldo de los seguidores. Se les ha hecho creer una cosa para luego negociar con su respaldo una decisión que al final no tiene mucho que ver con lo que se le dijo a la gente que era lo correcto que había que hacer. Por algo dicen también que la política es el arte de lo posible, no de lo imposible podría agregarse.
Es irónico que lo que se extrañe hoy es ese final de lucha libre para darle un cierre al proceso de paz con las Farc. Luego de tanta desconfianza y ataques de un lado y del otro no se avizora ese acto teatral que convoque a las partes en torno a una decisión aceptada por todos que, mal que bien, haga posible la reconciliación entre la mayoría de la gente. Pareciera que la política no es teatro, mucho menos lucha libre, sino una pelea de boxeo en serio.
A muchos les puede emocionar que la pelea vaya hasta el nocaut pero no miden las consecuencias que puede traer el asunto. Los golpes son de verdad y pueden salpicar de sangre al público. Es cierto, prácticamente es imposible que las Farc vuelvan a la guerra. Ya sus comandantes están desarmados, viejos y gordos, sin mayor capacidad de reconstruir una tropa guerrillera. Sin embargo, ganar elecciones se puede convertir en una guerra para expropiar de sus derechos políticos a los contrincantes. Si gana Uribe se evaporarían la amnistía, los castigos alternativos y la participación política a ‘Timochenko’ y amigos. Y si a la izquierda le va bien en las votaciones buscarán la forma de castigar a todo lo que huela a uribismo en los tribunales.
Falta el líder político que baje los ánimos. En otras palabras, el líder que convenza a todos que es mejor volver a los tiempos de la política como teatro. Santos ya no fue. Pero el árbitro de la pelea puede terminar reemplazándolo. Si la JEP actúa en derecho, con sensatez, sin revictimizar, puede lograr que los ánimos se desarmen.