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Popeye

Se presagiaba que la muerte de Popeye iba a servir de exorcismo a la sociedad colombiana.

8 de febrero de 2020 Por: Gustavo Duncan

Se presagiaba que la muerte de Popeye iba a servir de exorcismo a la sociedad colombiana. Su desaparición iba a representar el cierre de un episodio doloroso del que por fin se podía pasar la página. En Popeye se iba a concentrar toda la vergüenza y las culpas por haber producido tantos asesinos y tantas víctimas como sociedad.

Por supuesto, cuando en un símbolo se aglutinan las vergüenzas y culpas de una sociedad y el símbolo desaparece físicamente la sociedad se siente aliviada. Se quita de encima las cargas del pasado y construye una nueva historia, casi fantasiosa, con la maldad de quien se fue.

Lo cierto es que Popeye ya se había prestado para este juego desde mucho antes de morir. La sociedad no quiso saber los motivos por los que un narcotraficante como Pablo Escobar fue capaz de poner en aprietos a un Estado durante tanto tiempo. El asunto quiso reducirse a la maldad de un grupo de asesinos y a la corrupción de miembros de la élite (seguramente cuando fallezca Santofimio ocurrirá un acto de exorcismo similar pero con la idea de corrupción).

Y Popeye fue perfecto para asumir el papel del símbolo de los asesinos. Él deseaba asumir un papel de celebridad así su pasado en el Cartel de Medellín no hubiera sido tan cercano en la realidad como se presentaba al público. No importaba, había que crear la idea de un escuadrón de sicarios implacables, sanguinarios, desprovistos de cualquier compasión y dispuestos a morir por su patrón, o más bien por el dinero de su patrón. En esa lógica Popeye debía ser el único sobreviviente. El general malvado que sobrevivió a la guerra.

La realidad es que Popeye no era tanto un general como un secretario de Escobar. Venía más de sectores de clase media que de sectores excluidos. A diferencia de los verdaderos bandidos de Escobar como ‘Pinina’ o ‘los Priscos’ no tenía ascendencia directa sobre los bandidos de los barrios, es decir, sobre la base de guerreros que desde las comunidades hicieron posible que un narcotraficante le declarara la guerra al Estado. Ellos eran quienes hacían que la policía tuviera tantos problemas para capturar a Escobar. No era fácil para el Estado ingresar a Medellín cuando cualquier joven de las barriadas era un asesino de policías en potencia.

El afán de Popeye por mostrarse como un personaje más cercano a un villano de Hollywood que a la encarnación de una generación que creció decepcionada, sin ningún tipo de fe en el contrato social que se proponía en el proceso de construcción de Medellín como una metrópolis, llevó a obviar el factor central detrás de uno de los episodios más violentos de la historia de Colombia. A las élites, además, así les resultara repulsivo Popeye, les gustaba esta versión de los hechos que matizaba su responsabilidad por la incapacidad de construir un proyecto incluyente de sociedad a un sector de la juventud.

Por eso, no es cierto que Popeye se haya llevado muchos secretos a la tumba. La mayoría de los hechos están allí a la vista de todos. Lo que se quiere es eludir la construcción de una memoria que ate las verdades conocidas y les dé sentido. Hacerlo es apremiante porque hoy en día muchos jóvenes de comunidades marginales, como las del Pacífico, Cauca, Catatumbo, etc., encuentran en la guerra y el narcotráfico un mecanismo de inserción que el Estado y la sociedad no le ofrecen, igual que ocurrió en Medellín cuando despuntaban los ochentas.

Sigue en Twitter @gusduncan