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Policías y delincuentes

Toda policía es política. Aun en democracia, las policías deben vigilar que los miembros de la sociedad respeten el orden establecido.

14 de julio de 2017 Por: Gustavo Duncan

Toda policía es política. Aun en democracia, las policías deben vigilar que los miembros de la sociedad respeten el orden establecido. La diferencia con otros regímenes es que el orden es producto de consensos y que la policía debe proteger las libertades políticas de todas las diversas vertientes políticas, siempre y cuando no pretendan imponer instituciones antidemocráticas por la fuerza.

De hecho, las democracias toleran la existencia de movimientos que rechazan sus principios básicos. Partidos comunistas y fascistas que, en caso de alcanzar el poder por las urnas, acabarían con las elecciones, la separación de poderes y las libertades individuales son perfectamente legales. La policía, idealmente, sólo los debe perseguir si recurren a la violencia. Por eso la policía en una democracia, a diferencia de los Estados autoritarios, persigue a grupos guerrilleros y terroristas pero respeta a los partidos y movimientos que los soportan ideológicamente.

Es así que todos los Estados, sin importar su naturaleza, necesitan de una policía que neutralice las amenazas políticas contra su supervivencia. Usualmente esta función política tiene poco que ver con la función de neutralizar la delincuencia. Una de las obligaciones de los Estados es la de garantizar a sus ciudadanos un mínimo de protección frente a aquellos individuos que transgreden las leyes. Un Estado puede ser un excelente intérprete de las creencias y los valores de la gente pero si no es capaz de proteger a sus miembros de la delincuencia, la legitimidad sobre la que se soporta se va a ver deteriorada.

Proteger a toda la sociedad es, en principio, una obligación moral. En la práctica, los Estados economizan sus esfuerzos y concentran su oferta de protección en donde están ubicados intereses prioritarios como los lugares donde viven las élites, donde se produce la riqueza y donde operan las agencias estatales.

En otros lugares, donde viven comunidades marginales, donde no hay mayor producción de riqueza que pueda ser tributada y donde la gente no ha asimilado las leyes, el Estado encuentra que ofrecer protección es complejo y costoso. Ocurre también que el Estado encuentra que dejar desprotegidas a estas comunidades no afecta su legitimidad. En otras palabras, un gobierno no se cae porque roben y asalten a quienes viven en espacios marginales y periféricos.

Ante el incumplimiento del Estado, en su obligación de proteger, surge a veces una gran paradoja. Los delincuentes pueden darse cuenta que es mucho más rentable organizar alguna fuente de extracción sistemática de recursos y ofrecer protección a la comunidad. Ocurre entonces que protegen a la gente de otros delincuentes y a cambio controlan mercados ilegales como las drogas o la extorsión.

Aunque delincuentes así no son políticos en el sentido de pretender usurpar el Estado, sí lo reemplazan en espacios marginales y periféricos, donde las élites no tienen mayores intereses. Por lo que incluso no es extraño que acuerden sus espacios de dominio con las autoridades.

El problema es que el poder de los delincuentes desde el control social puede desbordarse y convertirse en una amenaza política. Eso sucede en Colombia. Por la incapacidad del Estado de ofrecer protección, la Policía debe neutralizar delincuentes como ‘los Urabeños’ o las bandas de Medellín que paradójicamente, actúan como la policía de las comunidades.

Sigue en Twitter @gusduncan