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No más descanso

En un principio la situación no parecía tan grave. Pero tan solo era cuestión de tiempo para que otros actores armados coparan los espacios que dejaba libre las Farc y para que los mandos medios y toda la mano de obra calificada en la guerra

9 de abril de 2021 Por: Gustavo Duncan

Con la desmovilización de las Farc en 2016, el Estado se tomó un descanso. Después de casi cuatro décadas de guerra intensa con narcotraficantes y guerrillas, el Estado se encontró que en Colombia no había ningún grupo armado que aspirara a desafiarlo a nivel central, ni que atacara directamente los intereses de las élites. No había ningún Pablo Escobar que pusiera bombas en las principales ciudades, cometiera magnicidios y secuestrara familiares de la clase dirigente.
Tampoco había una guerrilla capaz de movilizar más de una decena de miles de combatientes para cometer secuestros masivos y pretender derrotar al Ejército en combates abiertos.

El gobierno de Juan Manuel Santos se desentendió de la nueva violencia. El gobierno de Duque, pese a supuestamente representar el partido político más comprometido con la seguridad, poco hizo para mejorar la respuesta de Santos. Dejaron que el Estado, como un aparato que combina el uso de la fuerza y la provisión de toda otra serie de servicios indispensables para la inclusión de la población dentro de un proyecto común de sociedad como la justicia, la educación, la infraestructura, etc., siguiera la inercia de su apaciguamiento durante las fases finales de las negociaciones de paz.

En un principio la situación no parecía tan grave. Pero tan solo era cuestión de tiempo para que otros actores armados coparan los espacios que dejaba libre las Farc y para que los mandos medios y toda la mano de obra calificada en la guerra y en la explotación de economías criminales se organizaran en nuevos grupos o se afiliaran a los ya existentes.
Entonces se sintió en forma de asesinato de líderes sociales, masacres y desplazamientos.

Pero el Estado se resistió a sentirlo. O, más bien, los gobiernos fueron reacios a aceptarlo porque implicaba un esfuerzo político enorme que era preferible eludir dado que las secuelas de la nueva violencia eran un problema de la periferia profunda de Colombia, donde los mecanismos que activan la presión de la sociedad sobre el Estado se diluyen en la distancia. El asunto se ha dejado en intensificar la erradicación de coca y en dejar que la fuerza pública siga combatiendo al Eln, las disidencias y las Bacrim como si nada hubiera cambiado.

La necesidad de que el Estado deje de seguir en su zona de confort es inminente. Hay señales que el problema se está saliendo de control. Las enfrentamientos de las disidencias de las guerrillas, la expansión militar del Clan del Golfo y, sobre todo, el asesinato y las amenazas a miembros de la clase política, como ocurrió con el exgobernador del Caquetá, apuntan a que si el Estado no hace nada la situación se va a agravar.
Dentro de poco, aunque no se va a vivir en la situación de conflicto anterior, se va a volver a repetir la situación de una sociedad que vive bajo la regulación de dos tipos de estado. Uno, el Estado de las instituciones formales, y el otro, el de las instituciones criminales de una decena de organizaciones que son la ley y el orden en la periferia y en los espacios marginales de las ciudades.

No es una tarea fácil para la dirigencia nacional. Tienen que darse la pelea política de cambiar la doctrina de las fuerzas armadas y de redireccionar un enorme volumen de recursos para asimilar la periferia violenta dentro de las instituciones del Estado y la legalidad sin que estos se despilfarren o se los roben en el camino.
Sigue en Twitter @gusduncan