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Ya es tiempo de superar el debate entre cuál proceso fue mejor, si el de Ralito o el de La Habana, y centrarse en corregir ciertas fallos que tuvieron ambos procesos más allá de las intenciones de quienes le dieron forma a los acuerdos.

15 de diciembre de 2017 Por: Gustavo Duncan

Ya es tiempo de superar el debate entre cuál proceso fue mejor, si el de Ralito o el de La Habana, y centrarse en corregir ciertas fallos que tuvieron ambos procesos más allá de las intenciones de quienes le dieron forma a los acuerdos.

Más aún, cuando se discute cuál proceso fue mejor se desconocen las grandes diferencias entre las Farc y los grupos paramilitares, así como la situación política en el momento de las negociaciones. El asunto con las Farc era cómo asimilar sus mandos en la competencia política legal al tiempo que se resolvía el tema de todos los crímenes de lesa humanidad que llevaban a cuestas. Por su parte, el asunto con los paramilitares era cómo desmontar poderes regionales basados en el control armado, con una escasa articulación central, sin que no hubiera mediado previamente una fuerte represión estatal.

La diferencia de fondo era que las Farc estaban fuertemente ideologizadas y aspiraban a participar en la vida política en el marco de un proyecto nacional, mientras que los paramilitares estaban centrados en la política regional y no disponían de un proyecto ideológico de gran alcance. Per se esta apreciación no quiere decir que las Farc eran mejores. De hecho, su dogmatismo ideológico puede conducir al país a un quiebre de las instituciones de la democracia liberal si llegan al poder. Su dogmatismo se traduce en la aspiración de convertir a Colombia en una dictadura comunista, así de crudo.

En el caso de los paramilitares no existía una base ideológica con mayor elaboración. Lo de un proyecto de ultraderecha es más un mito creado por un sector político interesado en construir una imagen de un país en blanco y negro que una realidad. Sus aspiraciones políticas eran pragmáticas, se basaban en el uso de prácticas clientelistas a través de las armas y economías criminales para dominar determinadas comunidades que no estaban del todo integradas al Estado.

Sin embargo, el hecho que no existiera un proyecto ideológico nacional no quiere decir que la participación de los paramilitares en la política legal fuera pasiva. Todo lo contrario, el escándalo de la parapolítica demostró que existía una extensa y poderosa articulación con la clase política. Pero esta articulación era ante todo instrumental, como lo sugiere el espectro político de las alianzas: salvo la izquierda radical el resto de partidos y movimientos fueron vinculados al escándalo.

En realidad lo que primaba era el uso de los recursos y de las amenazas de los paramilitares para sacar beneficios privados. Detrás de la parapolítica había una enorme dosis de corrupción. El propósito de la clase política untada por el escándalo era al final de cuentas capturar rentas públicas. Y mal que bien el proceso de Ralito permitió que algo de este entramado de poder se desmontara. Con todos sus defectos y con toda la corrupción que persiste hoy, se logró que la clase política abandonara la violencia como medio de competencia. Muchos acabaron en prisión y perdieron sus derechos políticos.

El problema es que ahora los parapolíticos pueden volver a revivir sus derechos. Si la JEP es imparcial así debería ser. Quizá el resultado final no altere mucho el clientelismo y la corrupción existente, la clase política abusa de los vicios que podrían traer los parapolíticos, pero sería un desastre desde el punto de vista del mensaje que el Estado y las leyes le mandan a la sociedad.Sigue en Twitter @gusduncan