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El precio de la redistribución

Muchos dirigentes y analistas están de acuerdo con dos argumentos por separado, pero son reacios a aceptar una restricción obvia que tienen los dos argumentos cuando se combinan.

6 de marzo de 2020 Por: Gustavo Duncan

Muchos dirigentes y analistas están de acuerdo con dos argumentos por separado, pero son reacios a aceptar una restricción obvia que tienen los dos argumentos cuando se combinan.

El primer argumento es que la economía colombiana es profundamente inequitativa, por lo que de alguna manera hay que intervenir los mercados. Muy difícil de controvertir la primera parte. El coeficiente de desigualdad más utilizado, el Gini, pone a Colombia en el top 10 de los países más desiguales del mundo. Más aún, apenas el 53% de la población gana más que el salario mínimo. La segunda parte del argumento es más complicada porque existen demasiadas opciones de intervención y allí no existen tantos acuerdos, pero en general se tiene la convicción que algo hay que hacer para evitar la desigualdad del mercado.

El segundo argumento es que la clase política colombiana es demasiado corrupta. No solo en los índices mundiales aparece en los primeros puestos, sino que, en determinadas circunstancias, el aparato judicial no reacciona con la efectividad de países equivalentes. El caso del cartel de la toga demostró que quienes debían vigilar e investigar a los políticos corruptos en realidad procedían a chantajearlos. Le pedían un pedazo de lo robado para no enviarlos a prisión. Y, mientras en otros países como Perú, Panamá y Ecuador hasta expresidentes iban a prisión por Odebrecht, aquí el asunto solo llegó hasta un político de Sahagún y un gerente de campaña presidencial.

Al mezclar los dos argumentos vienen los problemas. Una reacción espontánea, dada la indignación que produce semejante combinación de desigualdad y corrupción, es más Estado. De hecho, los líderes políticos que basan su discurso en una sociedad más igualitaria usualmente apelan a un papel más activo del Estado en la provisión de bienes y servicios en reemplazo del mercado. Su propuesta, de acuerdo a ellos, debe funcionar porque está fundada en un supuesto que la hace diferente a la dirigencia tradicional: no son corruptos.

Pero ocurre que la intervención en el mercado, aún bajo el supuesto de la honestidad total de estos líderes, necesariamente tendrá que hacer uso de los funcionarios disponibles, quienes han demostrado que son costosos en términos de equidad. Los salarios de los responsables de esta tarea son relativamente más altos que los salarios del promedio de la población. Basta ver el monto de los honorarios de los asesores externos de muchas dependencias de gobierno para corroborar que ganan muchas veces más el salario mínimo en comparación con países equitativos, como serían por ejemplo los europeos. En vez de reproducir la desigualdad por la libertad de precios se reproduciría por la selección como burócrata. Y en la práctica sería peor porque los niveles de corrupción de todo un país no se reducen con el solo cambio de administración.

Todo lo anterior no es para proponer que la solución, así sea resignada, es el libre mercado. Al contrario, no se puede dejar de lado el debate de la desigualdad de los mercados. El punto es, más bien, que la dirigencia del país interesada en la redistribución debe proponer soluciones más audaces que la simple expansión del Estado. Se requiere un Estado que corrija los déficits de oferta y demanda que explican la desigualdad, al tiempo que en su interior evita reproducirlos al pagar salarios y contratos cada vez más inequitativos.

Sigue en Twitter @gusduncan