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Economía moral

En el debate en el Congreso sobre la nueva ley de financiamiento, que en la práctica es una reforma tributaria, quedó registrado cómo las distintas vertientes políticas del país conciben la distribución de los esfuerzos para producir riqueza y su posterior distribución.

13 de diciembre de 2019 Por: Gustavo Duncan

En el debate en el Congreso sobre la nueva ley de financiamiento, que en la práctica es una reforma tributaria, quedó registrado cómo las distintas vertientes políticas del país conciben la distribución de los esfuerzos para producir riqueza y su posterior distribución. Es una discusión política porque, por más que los argumentos técnicos sean necesarios para soportar las posturas de los distintos bandos, en últimas se trata de decisiones sobre lo que es moralmente justo en una sociedad en términos de esfuerzos individuales para el bienestar colectivo y, más importante aún, en términos de cuál es la naturaleza de la desigualdad tolerable.

El debate reflejó dos tendencias de largo plazo en la forma como los principales líderes fabrican sus discursos sobre el tema, así como sus debilidades para imponer decisiones en la organización moral de la economía. La primera es la persistencia de la izquierda a dividir la sociedad en dos: capitalistas y trabajadores. Así introduzcan algunas distinciones y matices, la concepción de la economía es que funciona sobre la base de la explotación de un sector compuesto por empresarios, políticos y directivos, a manera de una gran conspiración, que se apropian de la gran tajada de la producción nacional.

No merece mayor atención varios hechos que complican el asunto. Por ejemplo, que los trabajadores tampoco son una masa homogénea. La mitad son informales y una gran mayoría de ellos no son directamente explotados por algún capitalista sino que dependen del rebusque dada la falta de empleo. Tampoco que la pobreza es más consecuencia de las limitaciones del país en la producción de riqueza que de la desigualdad. El pastel, aun si estuviera mejor distribuido, no alcanzaría para que no existieran pobres.

No es que el país sea rico y unos pocos se queden con todo. Es que para cumplir las expectativas morales de lo que debe ser un consumo mínimo para la población hay que tomar en serio el crecimiento. Solo Petro señala este punto pero propone un discurso gaseoso, por no ser viable en la práctica, en que la educación superior gratuita universal nos llevará a la sociedad del conocimiento y de allí al nirvana de la riqueza económica y espiritual.

La otra tendencia, más hacia la derecha, utiliza el argumento tecnocrático para justificar su discurso. Es cierto, como lo demuestran las investigaciones académicas, que la producción de riqueza depende en gran parte de las inversiones privadas y de la conexión de la economía con los mercados globales. Pero, al igual que la izquierda, omiten deliberadamente el papel de la clase política como agentes con sus propios intereses. El asunto no es solo que la empresa privada suela ser más eficiente en la organización de la producción y que asuma los riesgos en el proceso, por lo que hay que apoyarla. Es que la clase política, de izquierda, centro y derecha, se apropia de una parte de la riqueza producida por la sociedad por el solo hecho de administrar el Estado.

La apropiación no es solo a través de la corrupción, que es mucha en Colombia. Es también a través de la creación de funciones, desde burócratas hasta consultores, que no generan valor agregado real a la economía y, de hecho, suelen imponer costos enormes por las restricciones a transacciones privadas, los honorarios y los salarios. Esa es, además, una tajada del pastel que se le quita a quienes menos tienen.

Sigue en Twitter @gusduncan