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Un día de infamia

Estados Unidos es un gran país, con instituciones fuertes y una democracia estable. Pero no es inmune a desmanes autoritarios independiente de donde vengan.

10 de enero de 2021 Por: Vicky Perea García

Los aciertos de la administración saliente en los Estados Unidos, que los hay, en especial en materia económica, y las inquietudes, válidas o no, sobre la transparencia del proceso electoral, fueron enterrados en un día por el propio presidente en ejercicio, al incitar o no oponerse cuando debía a la toma del Capitolio. Un día que pasará a la historia como vergonzoso y que dejó en evidencia, una vez más, lo errático y atrabiliario que es Trump.

Era previsible que el 7 de enero, día en que se reuniría el Colegio Electoral en la sede del Congreso Nacional, para contabilizar la votación de los Estados, iba a ser de alta tensión. Por eso no se explica que no hubiese una mayor seguridad en el edificio y que un grupo de desadaptados hubiese logrado ingresar al recinto y obstruir temporalmente el conteo de votos, destruyendo a su paso lo que encontraban y con un saldo de cinco muertos.

Pero más allá de los hechos y sobre quién debe recaer la responsabilidad de lo ocurrido, lo realmente grave -como el mundo entero lo evidenció a lo largo del día- fue el proceder de Trump. Independiente de si él conocía o incitó de manera directa la intrusión violenta al Capitolio, era su deber cerciorarse que el procedimiento democrático que se llevaba a cabo no tuviese dificultades y condenar la toma desde el primer momento y sin titubeos.

No solo no lo hizo sino que había cuestionado a su vicepresidente, Mike Pence, por no impedir la certificación del resultado electoral que daría ganador a Biden; insultó a quien le fue leal por cuatro años, acusándolo de no haber tenido el “coraje para defender al país y la constitución”. Pence hizo lo que tenía que hacer: antepuso la ley y la defensa de la democracia y de las instituciones, al capricho de Trump. La historia se lo reconocerá.

De manera tardía el Presidente condenó los hechos y dijo que la transición se daría sin contratiempos, reconociendo implícitamente la derrota. Muy poco, muy tarde. Para ese momento, varios altos funcionarios de la Casa Blanca y del Gobierno habían renunciado, varios congresistas republicanos que tenían inicialmente previsto objetar el triunfo de Biden anunciaron que no lo harían y empezaba a examinarse la destitución de Trump.

Lo sucedido y cuyo desenlace aún está por verse, es muy grave. No puede aceptarse que un presidente incite o sea permisivo con actos de violencia que constituyen además una afrenta a la democracia. Si el objetivo de Trump era obstaculizar la certificación de Biden como presidente electo o deslegitimarlo, logró lo contrario. Y le asestó un duro golpe al Partido Republicano, defensor histórico del orden, en uno de sus momentos más aciagos.

Biden asumirá como presidente el próximo 20 de enero y no la tendrá fácil. Encuentra un país fracturado y con los ánimos exaltados. Ojalá, y pareciera ser su talante, en vez de hurgar las heridas, procure sanarlas; recomponer el tejido social y construir consensos políticos. Y ojalá los demócratas, envalentonados y con mayoría en el Senado y en la Cámara, no procedan con ánimo de retaliación, a acabar con todo lo que huela a Trump.

Estados Unidos es un gran país, con instituciones fuertes y una democracia estable. Pero no es inmune a desmanes autoritarios independiente de donde vengan. Lo sucedido el 7 de enero lo corrobora, pese al restablecimiento del orden. Un día de infamia que pasará a la historia, como lo que no debe hacer un presidente en ejercicio, en cualquier país. Lamentable epílogo para un gobierno que, como todos, tuvo aciertos y desaciertos, por cuenta de un Jefe de Estado indigno de haber ocupado la presidencia de Estados Unidos.

Sigue en Twitter @FcoLloreda

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