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Ilusionismo

La política es altamente emotiva, pero se espera incluya trazos de sensatez.

24 de abril de 2022 Por: Francisco José Lloreda Mera

“Un hombre sin ilusiones es un hombre sin vida”. “Perder una ilusión, hiere; perderlas todas, mata”. “No le quites la ilusión al niño”. “No le quites la ilusión a un pueblo”. Frases que recuerdan la importancia de la esperanza, las aspiraciones y los deseos. La ilusión de un país en paz, sin violencia y corrupción, con oportunidades, sin hambre ni pobreza, sostenible, donde la libertad y el orden sean sagrados y la ley se aplique, nunca se debe perder.

Pero una cosa es la ilusión y otra el ilusionismo. La primera, puede tardar o no darse; no en vano también se entiende por ilusión una representación ajena a la realidad. La segunda, el ilusionismo, es un engaño; finge hacer aparecer como real lo imposible. Con un agravante: al asistir a un espectáculo de ilusionismo se sabe que habrá engaño. Pero se va, así sea para tratar de descubrir el truco, aunque la magia del acto se difumine.

De ahí el cuidado frente al ilusionismo político, el que cabalga sobre las ilusiones de las personas, de las comunidades y los países. Ilusiones seguramente válidas, que como se dijo, constituyen un motor existencial. El problema se da cuando las ilusiones terminan presa del ilusionismo, es decir, de un engaño consciente; aquel en el que la persona sabe que lo que ve no es real y que lo prometido es incumplible y, sin embargo, lo acepta.

Se atribuye al escritor romano Petronio una reflexión controvertida: Mundus vult decipi, ergo decipiatur, que significa, “el mundo quiere ser engañado, luego que se le engañe”. En la misma línea, el filósofo francés, Sebastían Brant, escribió “al mundo le gustan los engaños y las mentiras y quiere ser dirigido por la quimera”. Un ejemplo actual es la posverdad, en la que los hechos objetivos están subordinados a las emociones y creencias.

Quien quiera morir engañado, bien pueda, dirán algunos. Lo grave es cuando millones en una sociedad eligen el engaño a consciencia de que van camino a un desolladero. Las explicaciones a este fenómeno de irracionalidad, abundan. Unos lo atribuyen al miedo, a la rabia o a la frustración; a emociones incluso viscerales, capaces de anular o incidir en la razón, con una efectividad tal que produce un efecto tranquilizador o de dopaje.

No de manera distinta puede entenderse lo que ha sucedido y sucede en distintos países en materia política, donde el debate de las ideas termina siendo subyugado por el de las emociones. La política es altamente emotiva, pero se espera incluya trazos de sensatez. Lo que se aprecia, fruto incluso de la pérdida de las ilusiones personales y colectivas, es una voluntad social vulnerable no solo a la manipulación populista sino, al ilusionismo.

Eso es lo que indican los estudios de opinión en Colombia: un país en el que un número importante de personas, por distinto motivo, están dispuestas a hundir la embarcación en la que viajan. Algo muy delicado debe estar sucediendo para que el suicidio colectivo sea una opción para algunos; para poner en riesgo la democracia y lo poco o mucho que con ella se ha logrado, a cambio de una ilusión que ha demostrado ser un fracaso.

Nuestro país, como otros, tiene mil problemas. Cierto es que se ha avanzado mucho en las últimas décadas y en distintos frentes. Pero no ha sido suficiente y debe hacerse más y mejor, y dejar de hacer muchas cosas. Y son entendibles la rabia y la frustración de muchos, en especial en los jóvenes, escépticos y asqueados con realidades injustificables. Pero la solución no es saltar al abismo. Patear el tablero y acabar con todo no resolverá los problemas. La ilusión de un mejor país es necesaria. No lo es, acabar con el país.

Sigue en Twitter @FcoLloreda

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