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Caiga el que caiga

No se sabe dónde mirar y en quién creer ante los espeluznantes hechos de corrupción. La sola posibilidad de que tres expresidentes de la Corte Suprema de Justicia estén inmersos en negocios de compra y venta de sentencias absolutorias en momentos en que el país no se repone de lo sucedido con el fiscal anticorrupción y la multinacional del crimen, Odebrecht, es de lo más grave que nos ha sucedido desde el Proceso 8000.

20 de agosto de 2017 Por: Francisco José Lloreda Mera

No se sabe dónde mirar y en quién creer ante los espeluznantes hechos de corrupción. La sola posibilidad de que tres expresidentes de la Corte Suprema de Justicia estén inmersos en negocios de compra y venta de sentencias absolutorias en momentos en que el país no se repone de lo sucedido con el fiscal anticorrupción y la multinacional del crimen, Odebrecht, es de lo más grave que nos ha sucedido desde el Proceso 8000.

Es grave porque no es nuevo: de tiempo atrás la corrupción tiene secuestrado al país. Los desfalcos del Guavio, Foncolpuertos, la Dirección Nacional de Estupefacientes, el carrusel de la contratación en Bogotá y los escándalos de Interbolsa y Saludcoop son ejemplos de cómo a diario se esquilman los recursos de los colombianos. No en vano se estima que la corrupción le arrebataría al país cerca de 50 billones de pesos al año.

La corrupción tiene caras y matices. Desde el robo descarado de recursos públicos en procesos de contratación hasta el cobro y pago de “peajes” para que se tomen o dejen de tomar decisiones, y que compromete por igual al funcionario y al empleado privado. Tan responsable es el que “peca por la paga” como el que “paga por la peca”. No hay tonos grises, ni se debe admitir como justificación “que todo el mundo lo hace”.

El flagelo está diagnosticado. Pero es importante insistir en dos factores medulares: la política entendida como negocio y la política del todo vale. Empecemos por la última. El todo vale para hacerse a un contrato, para ganar elecciones -en Cali o en la Costa-, para hacerse al poder -incluso por la vía de las armas-, o hacer dinero, mucho o poco, a expensa del erario o de incautos, llámense pirámides, narcotráfico o minería criminal.

Y la política entendida como negocio. Sorprende que con lo costoso que es dedicarse a la política, haya tantos políticos. Hay políticos honestos y con vocación de servicio, sea que cuenten con otros ingresos o vivan modestamente y no ambicionen enriquecerse. Pero para muchos es un modus vivendi; se las ingenian para que les produzca dinero. Para éstos la política es un medio; el “servicio desinteresado” a la sociedad, la fachada.

Lo anterior debe llevarnos a reflexionar sobre el ejercicio público y privado, sobre el significado de ser funcionario y su mandato, que se debe a la confianza ciudadana. Y la responsabilidad pública de los privados cuya ética debe ser a prueba de todo. Y sobre las medidas que se requieren para combatir la corrupción. Preocupa la proliferación de iniciativas efectistas electoralmente, con grito incluido, pero sacadas del sombrero.

La corrupción no se resuelve con más leyes, constituyentes o referendos, sin perjuicio de identificar, fruto de un análisis riguroso y basado en el conocimiento, cómo ser más efectivos; qué funciona y qué no funciona en un mundo donde este flagelo es global. La clave está en aplicar la ley; en todo, no solamente contra los corruptos. Mientras la ley se negocie y aplique de manera discrecional y sujeta a intereses políticos, estaremos mal.

Los hechos de corrupción que a diario se conocen merecen el más enfático rechazo. No podemos como sociedad consentir con ese óxido que amenaza carcomerlo todo. Pero, hay que ser cuidadosos en las soluciones de fondo. Mientras tanto, pedirle al Fiscal que no claudique: adelante con las investigaciones, caiga quien caiga. Y mirarse al espejo, todos, para renovar o asumir, un compromiso de juego limpio con el país.

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