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Leviatán y la corrupción

No puede haber duda de que detrás de la incapacidad histórica de nuestro país de ejercer un control efectivo sobre su territorio, con los problemas de orden público, inequidad, baja productividad y disparidad en el desarrollo regional que ello conlleva, ha estado la debilidad secular de nuestro Estado.

29 de octubre de 2017 Por: Esteban Piedrahíta

Los colombianos estamos aterrados por los escándalos de corrupción que han sacudido al país en los últimos meses. Y no es para menos; la escala y el alcance de lo que ha salido a luz es espeluznante. Se habla mucho de una crisis de valores, que quizás la haya, pero todas las sociedades tienden a hablar de algo similar de tanto en tanto.

También se habla de la perversidad de algunos de los arreglos institucionales de nuestro sistema político, que sin duda lo son. Pero se habla menos de un factor que, por simple regla de tres, contribuiría a explicar (que no a justificar) buena parte de lo que se percibe como un aumento de la corrupción. Se trata del acelerado crecimiento del gasto estatal.

En los últimos 25 años, desde la promulgación de la nueva Constitución, que contemplaba una ampliación significativa de las garantías y servicios del Estado a los ciudadanos, el gasto público total, en términos reales, se multiplicó por 4,2 (el del Gobierno Central se incrementó casi por 6). En el mismo lapso, la producción económica de Colombia creció solo 2,5 veces, lo que significa que los recursos en cabeza del aparato estatal, a todos sus niveles, aumentaron en forma desproporcionada al resto de la economía.

De un presupuesto de todos los estamentos del Estado de 60 billones a pesos de hoy en 1990, se pasó a uno de 253 billones en 2015. Si la ‘tasa’ de corrupción se hubiera mantenido constante, el robo al Estado se habría cuadruplicado en términos absolutos en ese lapso.

Es interesante, y un poco ‘contraintuitivo’, constatar que, por lejos, la década de mayor crecimiento en el gasto fue 1990-2000. En la última década del siglo pasado el presupuesto del Gobierno Central se duplicó como porcentaje del PIB, pasando del 8 al 16%; mientras que en los últimos quince años, que coincidieron en buena parte con la bonanza petrolera, el incremento fue de 3 puntos porcentuales.

Entender que el aumento en la corrupción pueda ser un efecto no deseable del fortalecimiento (aún incipiente) del Estado no permite condenar este proceso per se. No puede haber duda de que detrás de la incapacidad histórica de nuestro país de ejercer un control efectivo sobre su territorio, con los problemas de orden público, inequidad, baja productividad y disparidad en el desarrollo regional que ello conlleva, ha estado la debilidad secular de nuestro Estado.

Con un presupuesto del Gobierno Central equivalente al 8% del PIB en 1990, Colombia era difícilmente viable. Hoy esa cifra está en torno al 19%, y la tasa de homicidios ha caído un 65%, de 71 por 100.000 habitantes en 1990 a 25 por 100.000 en 2016.

Tampoco se puede disputar que, no obstante sus defectos, antes de la Constitución de 1991 nuestra democracia era, en múltiples dimensiones, pre-moderna y excluyente. La nueva Carta ha servido de marco para notables avances sociales en la última generación. Por citar uno, la ampliación y profundización de nuestra red de protección social ha contribuido a que la expectativa de vida de los colombianos haya aumentado en cerca de 9 años desde 1990.

Todo esto no es para decir que no haya un gran camino por recorrer para mejorar la probidad, eficacia y eficiencia del gasto del Estado. La principal razón para ser optimistas (no sobre la economía, pero sí sobre la calidad del gasto público) es la caída del precio del petróleo.

La austeridad es conducente a mejores decisiones. Y, como ya ha venido sucediendo, cuando el chorro se corta, tambalean las confabulaciones y brotan los señalamientos y las delaciones.

Sigue en Twitter @estebanpie