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Hipocondría Holandesa

Más que renegar de la política cambiaria, la obsesión debe ser por la productividad y el conocimiento de lo que quieren los clientes.

3 de septiembre de 2017 Por: Esteban Piedrahíta

Uno de los hechos en apariencia más paradójicos del desempeño de la economía colombiana tras la caída del precio del petróleo en la segunda mitad de 2014 y la consecuente devaluación del peso, es que la producción industrial del país y las exportaciones de ese ramo no han reaccionado al impulso que supone una tasa de cambio más alta. La depreciación de la moneda abarata lo producido internamente frente a lo que se produce en el exterior, con lo cual debería fomentar la sustitución de bienes importados y los despachos a otros países. En la práctica, lo único que ha más o menos sostenido la producción industrial colombiana en los últimos tres años ha sido el inicio de la operación de Reficar, y las exportaciones manufactureras nada que despegan.

Los analistas económicos han derramado mucha tinta buscando explicar este fenómeno. La tesis que más fuerza ha cogido tiene que ver con que tras más de una década de revaluación del peso y el impacto negativo que ello tuvo sobre el aparato industrial, es muy difícil pensar que éste se pueda recomponer en un lapso de apenas 3 años y, mucho menos, reconquistar mercados foráneos perdidos. En una nota titulada ‘¿‘Hipocondría holandesa’? La tasa de cambio y la producción industrial colombiana en el Siglo XXI’ (cuyo magistral titular esta columna fusiló descaradamente, aunque con la venia de su autor), el Gerente del Banco de la República en Cali, Juan Esteban Carranza, arroja nuevas luces sobre el problema en cuestión.

El quid del argumento de Carranza es que en una economía cada vez más internacionalizada la tasa de cambio se vuelve menos relevante como factor de “competitividad” para la producción industrial. A pesar de que la economía colombiana sigue siendo bastante cerrada, como se evidencia en la relación entre comercio internacional y producto interno bruto, sus industrias se han ido incorporando a cadenas globales de valor. De esta manera, aunque la apreciación de la divisa encarece su producto final frente a sustitutos extranjeros, también abarata las materias primas e insumos importados necesarios para la producción. Lo contrario sucede en períodos de devaluación.

De hecho, Carranza muestra cómo entre 2001 y 2012 la tasa de cambio real de las exportaciones industriales colombianas -excluyendo refinación de petróleo- cayó (se apreció) un 17%, pero la tasa de cambio real de las importaciones de insumos para esas industrias lo hizo aún más: bajó un 25%. Cuando calcula una tasa de cambio real “neta” para la industria, ponderando el peso de los diferentes orígenes y destinos de las exportaciones y los insumos y descontando la demanda y abastecimiento locales, obtiene que su punto de mayor “‘revaluación” frente a 2001 fue del 7%, en 2012 -una variación a todas luces moderada. Carranza adelanta la hipótesis de que, en este contexto, las empresas colombianas buscaron importar más desde economías con divisas relativamente “devaluadas” (importadoras de ‘commodities’) como China y EE.UU., y exportar más a otras con monedas “revaluadas” (exportadoras de ‘commodities’) como las latinoamericanas.

La evidencia que presenta Carranza sugiere que la interpretación convencional de lo sucedido con la industria colombiana en la primera década y media del presente siglo es, cuando menos, incompleta, y que la esperanza que cifran muchos en la devaluación para su reactivación parece poco más que eso, una esperanza. Más que renegar de la política cambiaria, la obsesión debe ser por la productividad y el conocimiento de lo que quieren los clientes.

Sigue en Twitter @estebanpie