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El modelo oriental

Tratando de dilucidar posibles causas del lamentable estallido social en Chile -cuyos costos y destrucción ya se asimilan a los de los devastadores terremotos que sacuden cada tanto a ese país-, encontré algo que me pareció interesante.

10 de noviembre de 2019 Por: Esteban Piedrahíta

Tratando de dilucidar posibles causas del lamentable estallido social en Chile -cuyos costos y destrucción ya se asimilan a los de los devastadores terremotos que sacuden cada tanto a ese país-, encontré algo que me pareció interesante. En una variedad de rankings de indicadores de logro económico, social y político, en los que la nación austral generalmente sale muy bien parada dentro del contexto latinoamericano, había otro país de la región que en muchos la igualaba o superaba: la República Oriental del Uruguay.

Uruguay tiene el mayor nivel de ingreso anual por habitante de América Latina: US$17.000 (contra US$16.000 de Chile); la menor incidencia de pobreza de la región (según Cepal 2,7% de la población es pobre; contra 10,7% en Chile) y un coeficiente Gini de distribución del ingreso de 0,395, similar a los de España o Portugal (el de Chile es de 0,466).

En lo que refiere a sus instituciones, el Índice de Democracia de la revista The Economist lo ubica de 15 en el mundo, por encima de España (19) y Chile (23), y Transparencia Internacional lo clasifica de 23 a nivel mundial en cuanto a menor percepción de corrupción (Chile está de 27).

Es cierto que Uruguay dista mucho de ser el típico país suramericano. Es chico (15% del área de Colombia), plano, poco poblado (3,5 millones de habitantes), y racial y culturalmente muy homogéneo (88% de su población es de ascendencia europea, 8% mestiza y 4% afrodescendiente). Además, como su vecina Argentina, tuvo un período de crecimiento acelerado entre fines del Siglo XIX y las primeras décadas del XX que le permitió tomar distancia importante de otros países latinoamericanos. Sin embargo, a diferencia (y, a veces, a pesar) de su vecina, ha logrado una estabilidad política y económica y un progreso social encomiables.

De hecho, durante la gestión del izquierdista Frente Amplio, que está por completar 15 años en el poder, Uruguay ha experimentado un desarrollo sorprendente. Tras el contagio de la crisis argentina de fin de siglo, cuando la economía uruguaya se encogió cuatro años seguidos, perdiendo más del 13% de su tamaño, entre 2004 y 2013 creció a una tasa promedio del 5,6% anual, aupada sobre el ‘boom’ de las materias primas. Pero en el ciclo bajista de 2014 a 2018, cuando Argentina y Brasil entraron en recesiones profundas, Uruguay logró seguir creciendo casi al 2% anual.

La receta uruguaya es la más parecida a la escandinava en el ámbito latinoamericano. Su manejo macroeconómico ha sido ortodoxo y, a diferencia de sus dos vecinos, es un país abierto a la inversión y al comercio. La reforma tributaria estructural impulsada por el gobierno de Tabaré Vásquez en 2007, que tiene elementos en común con la Ley de Financiamiento de Duque, redujo el impuesto de renta a las empresas del 30% al 25%, para estimular la inversión. En compensación, gravó la distribución de utilidades, para incentivar la reinversión, aumentó el impuesto de renta a las personas en el quintil de mayores ingresos (con tasas que escalan del 10% al 36%) e impuso un impuesto al patrimonio (de entre 0,7% y 2,75%) para hogares con riqueza superior a los US$200.000.

Sin llegar a los extremos de Brasil y Argentina, donde el gasto público se acerca al 40% del PIB, Uruguay, con un registro del 33% (contra un 23% en Chile), sí logra, a través de impuestos y transferencias, reducir las inequidades propias de un sistema de mercado eficiente y consolidar la cohesión social que se necesita para que el mismo funcione y perdure.