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Armando Barona Mesa

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En agosto nos vemos

En la última obra de Gabo, En agosto nos vemos, recién editada bajo la dirección de sus hijos, uno encuentra al mismo autor de La Hojarasca o los Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera, para no citar sino esos tres...

15 de marzo de 2024 Por: Armando Barona Mesa

Es gratificante leer a Gabriel García Márquez. Sus vericuetos idiomáticos y el uso de adjetivaciones sublimes, pero diluidas en una poesía castigada, dejan la sensación de que se está encontrando una belleza que solo reclama su espacio, sin que se note.

Más cuando un premio Nobel como Hemingway dijo que el estilo del novelista debía ser escueto, simplemente narrativo, directo y sin adjetivaciones ni dudas, Gabo, que leía y asimilaba todo ese mundo intangible de la literatura, a pesar de la admiración que le tenía al autor del Viejo y el mar, dejó a un lado aquella preceptiva y utilizó, como las aguas de un río, ese estilo poético que diversificaba el estado de ánimo del lector hacia una especie de sublimidad, solamente por ese lenguaje combinado que bajaba y subía sin que el lector pudiera establecer una opinión diferente.

Thornton Wilder, el brillante escritor americano de El puente de San Luis rey y de los Idus de marzo, entre otras, fue un maestro de la pluma alada que llegó tan hondo a García Márquez, que este decía que a donde fuere siempre llevaba alguna obra de aquel, que ponía en el nochero para releer por partes cualquier pedazo cuando tuviere unos minutos. Y Thornton tenía el lenguaje abierto, con una riqueza adjetiva que resaltaba los hechos, que los hacía sensibles y barruntaba su fondo con la gran propiedad del conocimiento del hombre, sus defectos, virtudes y debilidades.

En la última obra de Gabo, En agosto nos vemos, recién editada bajo la dirección de sus hijos, uno encuentra al mismo autor de La Hojarasca o los Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera, para no citar sino esos tres, bajo su misma indumentaria de minucioso artista, profundizando en las diarias ocurrencias que a los demás pasaban desapercibidas. Es bello leer:

“Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias... El chofer la recibió con un saludo de amigos y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales donde estaban las playas y los hoteles de turismo entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules”. ¿Pregunto, alguien podría negar que allí hay una prosa cautivante, mágica se diría, que va preparando el futuro inmediato hacia aquella aventura embriagante de cama y sexo estrafalario, que buscaba reparar años de privación erótica de aquella dama de pantalones vaqueros?

Eso va a suceder con la misma intensidad y de modo sucesivo durante tres años, en los que gobernó ese sexo endemoniado. Ahora bien, el conjunto nos gusta a todos, con mayor razón cuando es Gabo, el forjador de la narrativa. No obstante, es preciso observar que nunca quiso este publicar esa novela corta, como sí lo hizo con las Memorias de mis putas tristes. Y fue él quien dijo ya en los albores de la muerte que hicieran con el escrito lo que quisieran.

La pregunta es, ¿por qué cuando se le está apagando la luz, el escritor se niega a publicar? Bueno, el tema es complejo. A mi modo de ver nunca quiso admitir como un triunfo permanente el aire que penetraba a la dama al lado del amor de catre, en cama distinta al lecho con el esposo.

La dificultad del drama, pues, radicaba para Gabo en volver una puta de verdad a la casquivana, o resaltar al marido brincón con hembrillas de alfandoque. En fin, difícil es penetrar en el asunto. Pero ¿cómo evadir los malos tiempos y sucesos y tornarlos buenos? La putería siempre ha sido buena para unos, mala para los demás. Depende.

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