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Opino siempre con amplitud sobre temas de todo tipo, consciente de que,...

9 de diciembre de 2015 Por: Emilio Sardi

Opino siempre con amplitud sobre temas de todo tipo, consciente de que, como lo señalara Nicolás Gómez Dávila, “el primer paso de la sabiduría está en admitir, con buen humor, que nuestras ideas no tienen por qué interesar a nadie”, pero con la esperanza de despertar alguna inquietud entre mis eventuales lectores. Procuro, en cambio, no relatar eventos personales, tanto por recato como por estar seguro de que estos normalmente aburren a cualquier audiencia. Transgredo hoy esta norma para darles a los incautos una palabra de advertencia, fruto de una experiencia que recientemente viví: después de veinte años de no ir, volví al estadio. Lo hice para ver a nuestra Selección en su partido contra la Selección Argentina. Y lo hice porque la memoria es frágil y había olvidado lo que es eso.Para empezar, el proceso es bien largo, de casi siete horas: dos de partido, tres de ida y dos de vuelta. Entrar es en sí una hazaña. Sorteados los trancones vehiculares, las últimas cuadras deben ser recorridas a pie, sin sombra y bajo el estruendo cacofónico de los parlantes de dos metros de alto de los comederos establecidos a la vera del camino. Concluido este recorrido, entre empujones y apretones se entra por un portillo de un metro de ancho, para iniciar la interminable cola de entrada, en la cual no falta el idiota que necesita soplar una vuvuzela mientras espera. Después de más de dos horas, se llega a la anhelada silla desde donde se gozará el espectáculo. Y sí, finalmente ahí estaba yo. En medio de un ruido infernal, sentado en una silla capaz de darle cabida a duras penas a las nalgas de Pinocho, con una temperatura de 36 grados y una humedad de 99%. A lo que se añadía el calor humano de los asistentes, pues mis vecinos, muy bien alimentados, eran muestra evidente de que la gastronomía local, desde la butifarra a la carimañola, desde el bollo limpio al bollo de angelito, es, además de variada, engordadora. Y aunque soy calentano y disfruto el clima caliente, en pocos minutos (¿segundos, quizás?) empecé a sentir mi ropa empapada y el sudor corriendo hacia mis zapatos.Por fin, el partido inició. Y con él, mi gran decepción. No me refiero al resultado, ya de por sí lamentable, a pesar de la ayuda que nos dieron la suerte y el árbitro. Me refiero a lo que se puede ver. El despliegue estratégico que se supone se aprecia al poder ver toda la cancha se reduce a ver a una montonera corriendo sin ton ni son detrás de un balón. Esos jugadores, cuyos más mínimos gestos apreciamos en detalle en la pantalla del televisor, en el estadio son unos pequeños muñequitos, tan distantes que no se distinguen ni los números de sus camisetas. Y para coronar, no se pueden ver las repeticiones de las jugadas, de forma que el menor pestañeo puede hacer que uno se pierda el único momento interesante del partido.En resumen: es mucho mejor ver los partidos en televisión. Sólo o con amigos, con un buen refresco en la mano, y sabiendo que el partido empieza cuando uno prende el televisor y concluye cuando uno lo apaga. He decidido relatar estos acontecimientos para ilustrar a quienes puedan estar tentados a ir al estadio de manera que, si lo hacen, sea a plena conciencia. Pero sobre todo lo he hecho para que, si dentro de veinte años aún respiro y se me vuelve a ocurrir ir al estadio, me baste con releer esta columna para postergar la decisión veinte años más.