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La hora loca

Tengo la convicción que el embeleco de la llamada hora loca fue el invento de un tipo que estaba muy aburrido y, como salido del psiquiátrico, decidió revolcar una fiesta en la que él emocionalmente no estaba.

20 de octubre de 2017 Por: Eduardo José Victoria Ruiz

Tengo la convicción que el embeleco de la llamada hora loca fue el invento de un tipo que estaba muy aburrido y, como salido del psiquiátrico, decidió revolcar una fiesta en la que él emocionalmente no estaba.

Las fiestas normales son como una relación sexual: tienen su etapa de calentamiento, sigue un periodo in crescendo que culmina en éxtasis y después viene una plácida fase donde es mejor irse a dormir. La llegada de la ‘hora loca’ es un orgasmo prestado.

Es la ruptura total del delicioso ritmo que llevaba la fiesta, es el acabose de la elegancia, el fin de la conquista, es el carnaval del reflujo.

Tengan miedo cuando los dueños de la fiesta comienzan a decir: “¡No se vayan todavía, que falta la sorpresa!”. ¿Cuál sorpresa? Ya todos sabemos que viene una hora loca donde nos repartirán sombreros de una sola talla, comprados en La Caleñita y que nos dejarán rasquiña de varios días. La corbata de seda y el corbatín del smoking quedarán tapados por inmundas cogoteras de cartón multicolor, complementadas con gafas de ‘nerd’ o antifaces con cauchos baratos.

Ellas, que invirtieron ingentes sumas de dinero en fino calzado, tan altos de tacón como de precio, los ven desplazados ante la llegada de las alpargatas. El vestido largo que fue hecho a la medida de los zapatos, queda arrastrándose y recogiendo el mugre y el sudor que abundan en el piso. Las damas de largas piernas cuyas curvas encajaban como cóncavo y convexo en la anatomía del parejo, acaban encogiéndose, llegando a la talla ducha.

Así, montones de señores ridículos terminan brincando con docenas de gorditas al ritmo de Bello puerto de mar, mi Buenaventura, Caderona, vení meniate, Mariposas de colores y el Sanjuanero.

Como no se baila sino que se brinca, los gritos de alegría se confunden con los madrazos por la pisada de callos y juanetes. El sudor que no es aceptable sino en ciertas circunstancias y en la persona que a uno le gusta se hace silvestre, acabando uno salpicado por los jugos salados de una cantidad de desconocidos, o peor aún, de conocidos jartísimos.

Al final, se acerca la dueña de la fiesta, sonriente, a preguntarnos si habíamos vivido algo así. “¡Jamás mi señora, esto es irrepetible!”.

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