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Algunas malditas canas

Desde joven asimilé las canas como una característica de mi familia. Además me creí el cuento que las canas eran distinción hasta que supe de Félix Correa, Bernard Madoff y otros pillos locales.

9 de marzo de 2017 Por: Eduardo José Victoria Ruiz

Desde joven asimilé las canas como una característica de mi familia. Además me creí el cuento que las canas eran distinción hasta que supe de Félix Correa, Bernard Madoff y otros pillos locales, cabeciblancos todos y distinguidos, pero por tumbadores. Aún así manejé ‘los hilos de plata’ desde la juventud. Primero como un camuflaje de madurez por los cargos que tuve entonces (era más creíble un gerente de banco de 23 años con canas que sin ellas) y luego estas fueron de ayuda con las mujeres mayores que siempre me gustaron. Hoy si quisiera buscar mujeres mayores, debo ir al Cottolengo.

Pero volviendo a las canas, me fui acostumbrando. Se multiplicaron en una época, sobre la oreja de derecha. Mis amigos que sabía que por allí me llegaban los regaños de mi vicepresidente en Bogotá, les llamaban ‘las canas de Juan María’. Así fueron poblando el cuerpo, unas más ocultas que otras, pero todas bienvenidas con el paso del tiempo de un hombre que madura.

Hasta que aparecieron dos que ofenden el espectador, así este sea uno mismo frente al espejo, lo cual es peor: la primera, las canas en las cejas, largas, notorias, esas malditas que hacen que la mirada quede en invierno. Ese que se mira mientras se afeita no soy yo, es Ben Cartwright, el anciano papá de Bonanza o el viejito de los Beverly Ricos. Son canas que te dicen que te olvides de la distinción y de los aires de madurez, estas son flechas que te indican la llegada a la tercera edad.

Las segundas canas son peores. Son las canas púbicas. Son lo más parecido a rayos furiosos en medio de la noche oscura. Se destacan como recordándote que con ellas se cierra el telón de una obra teatral larga y deliciosa. Y uno sin ganas de terminar el evento. Además son canas de dolor recíproco. Le duelen a quien las lleva y a quien las mira. Así como hay mujeres que lucen sus cabezas blancas, a nadie le luce el invierno en la zona púbica. Si son abundantes parecen espuma en hocico de perro rabioso, si son pocas son tristes yarumos en medio del bosque. Fortunosamente la depilación se volvió una opción y así queda reemplazada la estepa siberiana por la barba incipiente de un vaquero cansado de huir y tirar. Con su Colt obviamente.

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