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Mi primer día de yoga

Mi curiosidad por el tema era inmensa, similar a la de mi niñez por conocer la vida detrás del circo y después por tener un romance con una gitana.

15 de febrero de 2019 Por: Eduardo José Victoria Ruiz

Mi curiosidad por el tema era inmensa, similar a la de mi niñez por conocer la vida detrás del circo y después por tener un romance con una gitana. Desaparecidos esos antojos, el yoga sonaba interesante en esta etapa. Lo imaginé intenso en meditación, conveniente para aprender a respirar y una forma diferente de estiramiento muscular. Un buen complemento para mi gimnasio. Adicionalmente, me mostraron de lejos la profesora, estilizada, con un alfabeto chino tatuado a lo largo de su columna vertebral que era imposible no suponer cómo serían la ‘Y’ y la ‘Z’. Me inscribí entonces en la clase.

Al ingreso observé que casi todas eran mujeres, jóvenes y bonitas. Como no tengo vocación de viejo verde me sonrojé un poco, pero seguí con fe. Me senté en la colchoneta en ausencia de la esterilla que todas llevaban y solo unos momentos después caí en cuenta que aún conservaba los tenis y las medias. Lo más parecido a un Mr. Bean criollo.

Entró una señora de unos 75 años con su licra. Pensé que éramos dos en el lugar equivocado, pero intuí que la septuagenaria estaba más perdida que yo en ese grupo.

Comenzaron las directrices de la atractiva profesora. Todo en ella se estiraba con elasticidad pasmosa. Su cadera era un compás indefinible. Yo trataba de seguirla y en un parpadear no entendía cómo esa mano se atravesó hasta la rodilla; cómo un pie rozaba la bombilla mientras el otro tocaba tierra solo con la uña del dedo gordo.

Yo estaba perdido. Quería tener las orejas más grandes cuando la profe decía lleven las rodillas a los oídos y ser cumbambón cuando era “que el pie toque el mentón”. Todo me traqueaba según la posición: loto, camello, Vrksasana, diosa reclinada, hasta que llegó la del pino: la profesora se paró en la cabeza y permanecía impávida oxigenando el cerebro y dizque descongestionando la columna. Debió aprenderla en el Tibet, supuse, pero las alumnas la fueron siguiendo. Incluso las gorditas.

Me arrastré hacia la setentona para que fuéramos dos los fracasados. Iba llegando cuando la viejita se paró en la cabeza y me sonreía la bandida con su caja de dientes.

Decidí entonces que en artes de la India empezaré por Silvia (Cauca) y en la soledad de mi Youtube puse “Yoga para muy muy principiantes”.

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