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Una película de terror

Aquellos primeros días de encierro fueron como una película de terror. Pero de las malas. De esas que por ser tan apocalípticas se tornan irreales.

4 de marzo de 2021 Por: Diego Martínez Lloreda

En la foto, que conservo en mi biblioteca, aparecemos unos 15 periodistas. Fue tomada un sábado, el último día en el que acudimos a trabajar al viejo edificio de la carrera 2a.

Teníamos claro que pronto todo iba a cambiar. Que nuestro trabajo ya no sería igual. Que aquellas reuniones de editores tan intensas como creativas no se volverían a repetir en mucho tiempo. Y que el paseo de los viernes del grupo de amigos a la heladería vecina no volvería a ocurrir quién sabe hasta cuándo.

Tres días después de aquel sábado, el gobierno decretó el confinamiento de toda la población. Aquellos primeros días de encierro fueron como una película de terror. Pero de las malas. De esas que por ser tan apocalípticas se tornan irreales.

Las calles desiertas, todos los almacenes y los restaurantes cerrados, la gente en sus casas sin ir a trabajar. Vivíamos en una ciudad fantasma. Las reuniones de trabajo se mantuvieron pero se hacían a través de plataformas que yo jamás había oído mencionar: zoom, Microsoft teams...

De los encuentros presenciales pasamos a vernos a través de un computador. Todo al grano. La magia se perdió.

Mi desplazamiento ya no era de mi edificio al periódico, sino de la cama al balcón. Me produce un gran orgullo saber que durante este año infernal no dejamos de circular un solo día. Pero a un precio emocional y material inmenso.

Dicen que las tres enfermedades mentales de la pandemia han sido el insomnio, la depresión y la ansiedad. Muchos hemos pasado por todas. Y a veces, las hemos padecido al tiempo.

Después del confinamiento total, comenzamos a salir a la calle temerosos y cubiertos con una cosa que se llama tapabocas y que solo conocían los médicos.

Para poder comprar una lechuga en el supermercado teníamos que cerciorarnos de que el último número de nuestra cédula estuviera dentro de los autorizados de ese día. Pico y cédula lo llamaron.

Por físico miedo abandoné la costumbre de frecuentar esa torre de babel que es el centro de Cali. Donde todo se consigue y puedo practicar uno de mis deportes preferidos: el regateo.

Y si no me gustan las reuniones de trabajo por zoom, qué decir de las celebraciones a través de esta plataforma. Patéticas. Un poco de gente que no sabe qué decir ni como decirlo. Esperando el turno para poder hablar. Me negué a que me cantaran el ‘hapyberday’ de tan lamentable manera.

A Dios gracias, un año después, surgió la esperanza de la vacuna. Y con ella la ilusión de regresar a la normalidad en un corto plazo. Si en mis manos estuviera me vacunaría ya, así fuera con la china, con la Sputnik o con la Apolo 11, como anotó graciosamente una compañera de trabajo.

No pertenezco al detestable contingente de optimistas que está convencido de que la humanidad saldrá fortalecida de esta experiencia. Y de que hemos aprendido mucho de este amargo tránsito.

Lo único que quiero es que esta pesadilla termine pronto. Poder botar a la caneca los tapabocas que he acumulado en un cajón de mi clóset que antes ocupaban los pañuelos.

Y mientras tanto seguiré practicando el tenebroso juego en el que estoy sumido hace un año: El bicho tratando de pescarme y yo haciendo lo posible por eludirlo. Hasta ahora voy invicto pero solo podré cantar victoria el día en que me pinchen.

Sigue en Twitter @dimartillo

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