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Eduardo José Victoria Ruiz

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¿Con quién compartirías una hora en esta banca?

¿Por qué callamos o no somos lo suficientemente expresivos para decirle a quienes amamos lo que han representado en nuestras vidas? ¿Por qué esperar la muerte para hacer ese listado de motivos de gratitud?

18 de febrero de 2024 Por: Eduardo José Victoria Ruiz

La invitación al juego mental era aparentemente simple. Una foto de una vieja banca de madera rústica, bajo la sombra arbórea en medio del bosque; solo se veía el follaje y el tentador asiento donde no cabrían cómodamente sino dos personas. La pregunta de quién la montó en redes fue: “¿Con quién compartirías una hora en esta banca?”. No quise leer en principio las respuestas de los demás. La interné en mí por muchas razones. El placer que siento de conversar cara a cara. También por la nostalgia de tantas bancas que he fotografiado, imaginándolas testigos mudos de romances, depresiones, esperas sin llegada, juramentos, o simplemente receptoras de aquellos secretos que solo se comparten con el perro fiel, el ave curiosa o el asiento que soporta el peso de quien la usa llevando la tonelada de sus dudas o de sus culpas.

La pregunta de fondo era con quien compartiría ese espacio íntimo. Solo una hora, sin testigos, ni interrupciones. Repasé mi vida y me di cuenta de que el interlocutor ideal no permanece a lo largo de los años. Seguramente si la pregunta me la hubieran hecho en la niñez hubiera querido conversar con Sandokán, el héroe de las novelas de Emilio Salgari. Posteriormente, Siddhartha y conversaríamos sobre el lenguaje del río; cuando leer sobre política se hizo interesante pudo haber sido Álzate Avendaño; en la época del romanticismo y el despecho seguramente habría sido con Florentino Ariza, el de los tiempos del cólera, luchador paciente de un amor esquivo y así fui pasando por las biografías que me deslumbraron.

Hoy, en la edad madura, sentí que con quien quisiera conversar esa hora es con el héroe de carne y hueso que conocí en mi casa: mi padre. Hoy dimensiono su aporte a nuestras vidas, el sacrificio con su trabajo para poder estudiar en el mejor colegio, en la mejor universidad de entonces o en viajar a complementar estudios fuera del país. Solo cuando se es padre, se comprenden los desvelos, las preocupaciones y los retos de criar los hijos dándoles muchas veces lo que nos quedó faltando a nosotros. Esa misma conclusión es aplicable a nuestros padres. La admiración crece cuando ponemos la vida en retrospectiva. Le diría que su rectitud fue más inspiradora de lo que él imaginó y que sus buenas maneras, su estilo respetuoso para referirse a los demás, marcó una huella inmensa en las vidas de sus hijos. Cuanto quisiera resumirle en esa hora la gratitud y el orgullo de ser su hijo y que él regresara a su Edén sabiéndolo. ¿Es posible que él lo haya intuido? Seguramente, no lo sé, pero tengo la certeza que quisiera oírlo en la etapa madura de la vida de sus hijos, cuando los balances son implacables.

Con esa convicción, ya comencé a ver las contestaciones de decenas de cibernautas que participaron en la actividad. Mi gran sorpresa fue la cantidad de respuestas similares a lo que yo pensé. Mi primera reacción fue cuestionar: ¿Por qué callamos o no somos lo suficientemente expresivos para decirle a quienes amamos lo que han representado en nuestras vidas? ¿Por qué esperar la muerte para hacer ese listado de motivos de gratitud? Pero era inevitable no hacerme la otra pregunta: ¿Por qué en ese listado aparecía más veces el padre que la madre? No es porque ella represente menos en nuestras vidas; al contrario, es porque ella está más presente en nuestra cotidianidad, es más expresiva, inquiere, sondea nuestros sentimientos y tenemos más oportunidad de expresarle con palabras y hechos lo que representan en nuestra existencia. El modelo tradicional de padre fue más austero, menos afectuoso en palabras y consentimientos, seguramente eso nos privó de contarle lo que sentimos, pero no de sentirlo y valorarlo. No esperemos la silla vacía para decírselo.

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