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No tocar la ley de garantías

Algunos argumentan que esta Ley podría modificarse pues se aprobó cuando existía reelección en el país.

10 de octubre de 2021 Por: Claudia Blum

En Colombia han hecho carrera los más graves fenómenos de corrupción y el clientelismo se ha extendido en las relaciones políticas a todo nivel.
En tiempos de campañas, los nombramientos y prebendas burocráticas, y las influencias y manipulaciones en contrataciones estatales han afectado la igualdad de condiciones y la transparencia electoral. Por eso han sido restringidas justificadamente en la Ley de Garantías desde 2005. Esta Ley no afecta la marcha del país y en cambio fortalece la democracia.

El país ha vivido escándalos por recursos públicos que terminaron desviados hacia campañas o utilizados en beneficio de unos candidatos, o en los bolsillos de aspirantes para conseguir el apoyo de los votantes. Las ‘mermeladas’, los ‘cupos indicativos’, la ejecución de regalías con controles débiles y modalidades como los convenios interadministrativos no han escapado de la corrupción electoral. Si bien la Ley de Garantías no es la panacea para estos males, contribuye a reducir los riesgos.

Algunos argumentan que esta Ley podría modificarse pues se aprobó cuando existía reelección en el país. La realidad es que no estamos preparados para suprimir sus fundamentos y los límites que allí se definen deben preservarse porque aportan a la legitimidad e imparcialidad en elecciones nacionales y territoriales.

En distintos lugares no se imponen el liderazgo comunitario, la ideología política o las propuestas programáticas, sino el fenómeno poderoso de los contratos utilizados por políticos inescrupulosos con fines electoreros. Esa amenaza no ha desaparecido y se mantendrá mientras las costumbres electorales no cambien. No tenemos una cultura política sobre el significado del voto y menos aún una conciencia universal sobre la esencia de las elecciones limpias en una democracia. Las brechas en educación llevan a que infinidad de personas voten a cambio de favores en relaciones clientelistas en las que muchas veces entran en juego los contratos del Estado.

Al mismo tiempo, nuestro sistema administrativo y judicial de vigilancia electoral es lento en sus procesos. Cuando se comprueban las infracciones muchas veces han terminado los períodos de los elegidos o incluso han expirado los plazos para imponer sanciones, lo que genera impunidad indignante.

En estos días, a raíz del proyecto legal de Presupuesto, se ventilan argumentos a favor de cambiar la Ley de Garantías porque supuestamente ésta frena el cumplimiento de programas de alcaldías, gobernaciones y otras entidades. El argumento de la parálisis en la administración no es fidedigno, si existe una adecuada planeación de proyectos y una ajustada ejecución del presupuesto. Si esto ocurre, no debería afectarse la función pública. Además, aunque la ley vigente suspende mecanismos como los convenios y la contratación directa, permite las licitaciones públicas y las contrataciones en temas urgentes de salud, educación, desastres naturales, entre otros.

El debate del país debería enfocarse a la necesidad de enfrentar con eficacia los delitos electorales y de revivir la esencia de la política como profesión para el verdadero servicio público. Esto requiere cerrar todos los espacios posibles a los corruptos, fortalecer instituciones de vigilancia y control, e impulsar transformaciones educativas para una cultura política distinta en los electores y en los elegidos. Sin que se produzcan esos cambios, modificar o abolir la Ley de Garantías sería una grave decisión que pagará la democracia.