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Ahogados en coca

Los poblados aledaños a zonas cocaleras sienten pánico por los ataques y secuestros de grupos armados ilegales y viven degradación en el tejido social.

14 de octubre de 2018 Por: Claudia Blum

Después de décadas de siembra y explotación de cultivos ilícitos, la marihuana, la coca y la amapola han arrasado en Colombia millones de hectáreas de bosques nativos en zonas de valiosa variedad de seres vivos, y en la franja de bosques de niebla. Tala indiscriminada que además de haber ocasionado una erosión irreversible, ha generado grave detrimento a las fuentes de agua, suelos y biodiversidad por el uso de enormes cantidades de sustancias químicas para aumentar la productividad de los sembrados de coca.

No menos graves son los efectos económicos, sociales y culturales que esta siembra ligada al narcotráfico significa. Los poblados aledaños a zonas cocaleras sienten pánico por los ataques y secuestros de grupos armados ilegales y viven degradación en el tejido social. Allí, las comunidades que no terminan desplazadas acaban por hacer de esta operación su subsistencia.

Las consecuencias de tener más de 209 mil hectáreas de coca no son un asunto lejano. En las distintas regiones padecemos el costo del menoscabo ambiental y la muerte de los ríos. La inseguridad que aqueja a Cali, al Valle y al Pacífico, también tienen que ver con la coca. Los homicidios diarios por bandas del microtráfico, la violencia por el control de rutas de la coca, el crecimiento del contrabando y otros delitos financiados por dineros ilícitos, son fenómenos que sufrimos y que no acabarán si no se elimina de raíz ese problema. La erradicación total de la coca nos debe interesar a todos.

Hay quienes critican su erradicación y la reducen al debate del glifosato, que tiene dividido al país y al mundo. Es claramente el herbicida más utilizado en muchos países, pero también el más reprobado. Sin embargo, su empleo no ha sido penalizado y no puede descartarse ante la profunda crisis que vive el país. En Europa, Estados Unidos y varios países latinoamericanos es una sustancia empleada para erradicar plagas y maleza en agricultura y en bosques. Y es necesario recordar en el debate ambiental que rodea a la erradicación, que la destrucción de los recursos naturales ocurrió cuando el bosque se taló para convertirlo en lotes de siembra.

La tarea de este gobierno no es nada fácil. En 2017 se eliminaron 52 mil hectáreas, pero los ilegales sembraron 73 mil nuevas. Por eso, el Estado debe trazar una estrategia de erradicación masiva y de choque de por lo menos 100 mil hectáreas en 2019 para romper la tendencia creciente de cultivos ilícitos. Esto implica fortalecer los proyectos de desarrollo productivo, aumentar la erradicación manual a cargo de la fuerza pública y de familias que participan en los programas de sustitución, y un trabajo conjunto con Ecuador para suprimir los sembrados en la frontera. La erradicación forzada manual deberá aplicarse sin titubear cuando sea necesario, y el uso controlado del glifosato como solución a corto y mediano plazo, incluso con la tecnología de drones para la aspersión, será inevitable en zonas controladas por grupos ilegales, en lotes que no pertenezcan a familias concretas y en los que es imposible esperar una erradicación voluntaria.

Colombia fue capaz de reducir los cultivos de coca entre 2001 y 2012, de 169.000 a 78.000 hectáreas, gracias al Plan Colombia y a políticas consistentes. Hoy, la decisión no puede ser otra que impulsar la erradicación con firmeza, y no bajar la guardia hasta sacar a Colombia de la producción de coca que está ahogando al país.