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La nostalgia de Alfredo Iriarte

En esta época en la cual ya estaría Bogotá animada por las...

10 de febrero de 2013 Por: Carlos Lleras de la Fuente

En esta época en la cual ya estaría Bogotá animada por las corridas de toros, desenterré en mi biblioteca la bella edición de 1993 del libro ‘Toros’ (De Altamira y Lascaux a las arenas colombianas – mitos, leyendas e historias) escrito por Alfredo Iriarte, editado por Amazonas Editores la cual en una advertencia en manera de prólogo, dice:“No ha sido el propósito al publicar esta obra, poner en manos del público un tratado técnico sobre la tauromaquia. Más bien se ha querido rendir un homenaje a esta soberbia manifestación cultural de los pueblos iberoamericanos”. Este calificativo se da a la riquísima obra de Iriarte que es una “visión que nos presenta su escritor y narrador de los mitos, las leyendas, los misterios y los episodios históricos y momentos artísticos más apasionantes de esta maravillosa ceremonia ritual”.Se remonta Iriarte al mundo antiguo, inclusive a la prehistoria (cuevas de Altamira y Lascaux, siglos III y siguientes a.C.) para mostrarnos -como lo hicieron los hermanos Holguín Holguín- la presencia del toro como una de las predominantes desde ese entonces en Creta, Persépolis, Asiria, Grecia, Roma y otros, y cómo su influencia penetra las religiones, el arte, y la leyenda y se proyecta en Europa durante el Medioevo y hasta el Siglo XX. Ya convertido el toro bravo en toro de lidia, nacen los toreros y las plazas de toros, los cuadros de los grandes pintores como Goya, los poetas como García Lorca.Penetra después Iriarte en Latinoamérica para estudiar el desarrollo de la tauromaquia, tan importante en México, Perú y Colombia, mientras que Chile, Bolivia, Paraguay, Argentina y Uruguay “se mostraron irrevocablemente refractarios al contagio mágico de la lidia taurina. Pienso yo, con algo de razón, que estos países del cono sur recibieron la influencia de alemanes e ingleses, lo cual podría explicar el fenómeno. Señala Iriarte que en la Nueva Granada se dio comienzo a la fiesta brava en el Siglo XVI lo cual explica que haya sido considerada por muchos en la época p.p. (prePetro) como parte de la cultura y de las costumbres propias de nuestro país, que debería respetarse y protegerse. Ahora hemos llegado al ridículo de que los bogotanos tienen que trasladarse a Cali, Medellín y Duitama para ver una corrida y, recientemente, a Mondoñedo en el municipio de Mosquera para prolongar la existencia amenazada de la tradición y recordar a don Ignacio Sanz de Santamaría en las tierras de sus herederos.Llama la atención el comentario de Iriarte en el sentido de que sólo a partir de la Independencia (1819) se conservó la popularidad de las corridas que se dieron durante toda la Colonia y que en 1946 el Gobierno Nacional dispuso que el 20 de julio se conmemorara en todo el país con festejos entre los cuales estarían las corridas de toros, que eran la mayor atracción. En Bogotá se construyeron, según Iriarte, plazas de toros en los barrios (Las Nieves, San Victorino, Santa Bárbara), siendo la segunda la mejor y la que más público atraía. Era común que la corrida se iniciara con la presencia del pelotón del Ejército para controlar a los entusiastas (¿barras bravas?). Esta historia que nos lleva al actual patinadero, antes Plaza de Toros de Santamaría, es ilustrativa y amena.Cartagena, que luego prefirió el béisbol, tuvo (y tiene abandonada) la plaza de Serrezuela; por fortuna y con el apoyo económico de la Nación, reconstruyó e inauguró en 1974 la Plaza Monumental.En fin, Iriarte se pasea por la geografía colombiana para contarnos y mostrarnos en este magnífico libro, ricamente ilustrado, la historia de las ganaderías y la presencia de los toreros que hicieron la dicha de los bogotanos.