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Luis Ospina

Los años en los que Cali creía tan firmemente en sí misma que no podía menos que alegrarse de que irrumpieran en escena un puñado de muchachos dispuestos a hacer cine.

3 de octubre de 2019 Por: Carlos Jiménez

A mí me ha dolido, como a tantos de nosotros, la muerte de Luis Ospina, con quien mantuve una amistad espaciada y distante que no puede compararse con la inmediatez y la intensidad de la que él mantuvo con quienes hoy posan como sus íntimos amigos.

La última vez que le vi no fue propiamente en persona sino en imagen, en la proyección en Madrid de ‘Todo comenzó por el fin’, el melancólico film que me trajo a la memoria ‘Relámpago sobre el agua’ de Wim Wenders, por lo que tiene de documentación de una agonía y de elegía de una época definitivamente extraviada. Luis, a diferencia de Nicholas Ray, sobrevivió aquella vez a su propia agonía y su película, en vez de entonar un canto fúnebre a los años dorados de Hollywood iluminados por las películas de Ray, entonó el de los años legendarios del Caliwood.

Los años en los que Cali creía tan firmemente en sí misma que no podía menos que alegrarse de que irrumpieran en escena un puñado de muchachos dispuestos a hacer cine donde no parecían existir las mínimas condiciones para hacerlo. Andrés Caicedo, Carlos Mayolo o Carlos Palau contaban entonces solo con su talento y una incombustible pasión de cinéfilos: eran autodidactas. Luis Ospina, en cambio, venía de estudiar cine en dos de las tres universidades californianas donde se había formado la generación de directores encabezada por Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y George Lucas: la Universidad del Sur de California y la Universidad de California de Los Ángeles, la Ucla.

De allí su conocimiento de la historia del cine, tan notable que sorprendió muchísimo a Andrés Caicedo, quién creía que saberlo todo de esa historia. Y de allí su dominio de los pormenores de la técnica y de la producción cinematográfica, que le permitieron sortear con relativo éxito las enormes dificultades de hacer cine en un medio que carecía de una industria cinematográfica firmemente asentada.

La formación académica también le sirvió a Luis para dar armadura y consistencia a su oficio de crítico de cine, en el que desplegó una invariable de su talento: el humor. Que con frecuencia cedía el paso a la ironía y a ratos al sarcasmo. Y que se entretenía y a veces se malgastaba en los juegos de palabras. De hecho La antología de sus críticas de cine se titula ‘Palabras al viento’ y se subtitula: ‘Mis sobras completas’. Y su secuela de ‘Agarrando pueblo’, se titula ‘Ojo y vista’ y se subtitula ‘Peligra la vida del artista’.

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