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Lalo Borja

Hoy decidí que cualquier día es bueno para recordar a Lalo Borja, el amigo, el extraordinario fotógrafo, a quien llevo años sin ver y cuya imagen permanece sin embargo intacta en mi memoria.

4 de febrero de 2021 Por: Carlos Jiménez

Hoy decidí que cualquier día es bueno para recordar a Lalo Borja, el amigo, el extraordinario fotógrafo, a quien llevo años sin ver y cuya imagen permanece sin embargo intacta en mi memoria. Es lo que tiene la amistad que no la deshace el tiempo y menos la distancia y que en nuestro caso empezó en Cali no sé exactamente cuándo ni dónde, aunque sí recuerdo que nos presentó el escritor Hernán Toro.

Luego nuestras vidas se separaron cuando él todavía adolescente se marchó a Toronto y se hizo fotógrafo antes de marcharse unos años después a San Francisco, donde hizo el retrato de Serge Armand, que es mi preferido entre todo los cientos o quizás miles de retratos que ha hecho a lo largo de su fecunda carrera.

Me gusta porque es un magnífico ejemplo de la faceta de su arte que se resuelve en imágenes en blanco y negro de alto contraste, que marcan una clara diferencia con el resto de su obra fotográfica en la que ha demostrado una notable versatilidad. Porque Lalo ha hecho fotos de personas anónimas y de escenas callejeras con una iluminación desvaída que responde presumiblemente a su deseo de asordinar y desdramatizar los temas y las situaciones. O de proponer una estética pobre en contravía de las que cultivan el impacto y la opulencia visual.

También ha hecho fotografías en color y fotografías experimentales con las que ha respondido a su convicción de que la ‘fuente principal’ de la fotografía ‘es la pintura’. El retrato de Armand me gusta, además, por su pie de foto en el que narra que le conoció en San Francisco, en una cava de Fulton Street, en aquellos ‘días rebeldes’ que ‘pasábamos sobre todo de noche’ bebiendo y hablando de lo divino y lo humano. Hasta que llegó “el momento de dividirnos, de volver a montar la silla de montar y dirigirnos hacia abajo o hacia arriba de la puesta del sol, hacia donde el destino dictaba nuestra próxima estación”. “Nosotros que pensamos que llenos de ilusión que nuestras noches y el verbo eran indestructibles. No hubo tanta suerte”.

No encuentro mejores palabras que estas para captar el insobornable nomadismo de Lalo, que de San Francisco regresó a Cali para luego recorrer Europa antes de asentarse en Canterbury donde ahora es profesor de fotografía. Nomadismo que es suyo y de los fotógrafos de la estirpe de Robert Capa o Cartier-Bresson que están convencidos de que la cámara es el mejor pasaporte para deambular por el mundo.

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