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La muerte y las lágrimas

egis Debray expidió en Vida y muerte de la imagen en Occidente un contundente certificado de defunción del arte funerario en la civilización a cuya inteligencia dedicó este libro tan estimulante como excesivo. Se apresuró, por decir lo menos. Y la encargada de demostrarlo ha sido, es, una de las más importantes artistas contemporáneas, la colombiana Doris Salcedo

16 de noviembre de 2017 Por: Carlos Jiménez

Regis Debray expidió en Vida y muerte de la imagen en Occidente un contundente certificado de defunción del arte funerario en la civilización a cuya inteligencia dedicó este libro tan estimulante como excesivo. Se apresuró, por decir lo menos. Y la encargada de demostrarlo ha sido, es, una de las más importantes artistas contemporáneas, la colombiana Doris Salcedo. Lo viene de hacer en el Palacio de Cristal de Madrid, donde hace unas semanas inauguró una estremecedora instalación en memoria de los más de 33 mil inmigrantes ilegales ahogados en los últimos años en las aguas del Mar Mediterráneo cuando intentaban llegar a Europa, huyendo en embarcaciones inverosímiles de las guerras que asolan tanto el Medio Oriente como al Magreb y al África Subsahariana. La foto del niño sirio Ilián, que circuló por el mundo entero gracias al trabajo infatigable de las agencias noticiosas y de los medios que comparten la agenda informativa elaborada por el Departamento de Estado, quiso ofrecer una imagen emblemática de esa desoladora tragedia al tiempo que ponía toda la carga de la responsabilidad de la misma en el gobierno de Siria, exculpando de hecho a los propios Estados Unidos, a Francia y al Reino Unido de cualquier responsabilidad en su desencadenamiento y perpetuación.

Doris Salcedo elude esas tomas de partido interesadas. Lo demostró cuando hace unos meses se tomó literalmente la Plaza de Bolívar de Bogotá con una acción colectiva que consistió en cubrir la superficie de la misma con los nombres de miles de víctimas de la guerra que durante demasiados años hemos padecido los colombianos y que todavía tantos de nosotros nos negamos cruelmente a darle cristiana sepultura. Nada, ninguna marca, ninguna señal, indicaba que aquellas víctimas fueran de la guerrilla, de los paramilitares o del Ejército. Para ella estos datos resultan irrelevantes ante el hecho trágico de que todas habían perdido la vida como consecuencia de un conflicto mortal y que por el solo hecho de haber sufrido esa pérdida irreparable, que también es nuestra, merecían que los vivos les rindiéramos homenaje. Un homenaje fúnebre. Luctuoso. Adolorido. Un homenaje que se eleva al rango sublime del arte en la instalación del Palacio de Cristal, donde cada uno de los miles de nombres inscritos en la piedra se cubre y se descubre silenciosamente de agua. Que quiere ser lágrimas. Que quieren ser nuestras lágrimas.

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